jueves, 5 de septiembre de 2024

EL PÁJARO DE ORO

 

"Cuentos de Los Hermanos Grimm" - Ilustraciones de Janusz Grabianski.


HACE MUCHO TIEMPO, vivía un rey que tenía un hermoso jardín detrás de su castillo. En el jardín había un árbol que daba manzanas de oro. Cuando las manzanas empezaban a madurar, las contaban; y una mañana vieron que faltaba una manzana. Se lo dijeron al rey; y el rey mandó que todas las noches se quedase unos de sus hijos guardando el árbol. La primera noche se quedó el hijo mayor; pero le entró sueño, se durmió, y a la mañana siguiente faltaba otra manzana. La segunda noche se quedó de guardia el segundo hijo del rey; y le entró sueño a él también, y mientras dormía, desapareció otra manzana.
Le llegó el turno al tercer hijo del rey. Su padre no se fiaba mucho de él, pero por fin le dejó de guardia. El príncipe pequeño se echó debajo del árbol, pero hizo lo imposible por no dormirse. Dieron las doce de la noche, se oyó un ruido por el aire; el príncipe miró, y a la luz de la luna vio un pájaro que brillaba como el oro. El pájaro se posó en el árbol, y ya estaba cogiendo una manzana, cuando el príncipe le disparó una flecha, y el pájaro echó a volar; pero la flecha le había rozado, y se le cayó una pluma de oro. El príncipe cogió la pluma, y a la mañana siguiente se la llevó a su padre. El rey reunió a su corte y todos vieron la pluma y dijeron que valía muchísimo, más que todo su reino. Entonces dijo el rey.
 ― Si esta pluma vale tanto, quiero tener el pájaro entero.
El hijo mayor se fue en busca del pájaro de oro; el hijo mayor se creía muy listo. Se encontró con una zorra, la apuntó con su escopeta, y entonces la zorra le dijo:
― Si no me matas, te diré una cosa: tú vas buscando al pájaro de oro, y esta noche llegarás a un pueblo; en el pueblo hay dos posadas: una tendrá luz, y dentro estarán cantando y bailando. No entres en esa posada, sino en la otra, aunque te parezca muy fea. 
 ― ¡No eres más que un animal estúpido, y no tienes por qué darme consejos!
El príncipe se burló de la zorra, volvió a apuntar y disparó; pero no acertó, y la zorra se escapó por el bosque, corriendo con el rabo entre las piernas. El príncipe siguió andando; por la noche llegó al pueblo de las dos posadas: una posada estaba encendida, y la otra apagada. Y el príncipe entró en la posada encendida, donde se oían canciones y bailes; se puso a cantar y a bailar, y se olvidó de la zorra, del pájaro de oro y de su padre el rey.
Pasó el tiempo y el príncipe no volvía al castillo; entonces el segundo hijo del rey se fue a buscar al pájaro de oro. También él se encontró con la zorra, y la zorra le dijo lo mismo que a su hermano; y también aquel príncipe llegó al pueblo y se metió en la posada donde cantaban y bailaban, y allí se quedó con su hermano, de juerga. 
Pasó mucho tiempo. El tercer hijo del rey quiso salir a buscar al pájaro de oro, pero su padre no se fiaba mucho de él. Su padre creía que el pequeño era tonto; pero como se empeñaba en ir, le dio permiso.
El príncipe pequeño llegó al bosque, se encontró a la zorra, la apuntó con su escopeta, y la zorra le dijo que le perdonara la vida, y el príncipe se la perdonó. La zorra se lo agradeció mucho, y le dijo:
― Por bueno, te voy a ayudar. Súbete a mi rabo, y así llegarás antes. 
El príncipe se subió al rabo de la zorra, y ella echó a correr; y corría tanto que oían silbar el viento. Llegaron al pueblo, el príncipe se bajó del rabo, obedeció a la zorra y se metió en la posada pobre y fea.  Durmió allí, y por la mañana la zorra le estaba esperando y le dijo:
― Ahora te voy a explicar lo que tienes que hacer: iremos siempre en línea recta, y llegarás a un palacio; delante del palacio verás muchos soldados tirados por el suelo; tú no hagas caso, porque los soldados estarán dormidos. Pasa entre ellos, métete al palacio y atraviesa todas las habitaciones, hasta que llegues a una muy pequeña; allí verás al pájaro de oro en una jaula de madera. Al lado habrá una jaula de oro, vacía; no cambies al pájaro de jaula, porque lo pasarías mal. 


La zorra estiró el rabo; el príncipe volvió a montar, y echaron a correr otra vez por el campo. Llegaron al palacio, el príncipe se bajó, caminó en línea recta, y encontró todo lo que había dicho la zorra; atravesó las habitaciones y llegó a las que tenía las jaulas. Y allí, por el suelo, estaban tres manzanas de oro de su jardín. El príncipe, sin acordarse de los consejos de la zorra, pensó que era una pena que un pájaro tan hermoso estuviera en una jaula tan fea, y lo sacó y lo metió en la jaula de oro. Pero en aquel momento, el pájaro dio un grito terrible; los soldados se despertaron, entraron en el palacio y cogieron al príncipe. 
A la mañana siguiente, lo llevaron ante los jueces y le condenaron a muerte; pero el rey de aquel palacio dijo que le perdonaría la vida si conseguía llevarle un caballo de oro que corría más que el viento; si el príncipe encontraba el caballo, le daría en premio el pájaro de oro. 
El pobre príncipe echó a andar por el campo, muy triste, porque no sabía dónde buscar el caballo de oro; pero en esto se encontró a su amiga la zorra, que le dijo:
― ¿Ves? por no hacerme caso. Pero no te apures, que te diré cómo puedes encontrar al caballo de oro: tienes que ir en línea recta y llegarás a un castillo, en la cuadra del castillo está el caballo. Delante de la cuadra verás a los criados dormidos, y podrás sacar el caballo; pero fíjate bien en lo que te digo: no le pongas al caballo la silla de oro que hay en la cuadra, sino una silla vieja que está al lado. 
La zorra estiró el rabo, el príncipe se montó y echaron a correr por el campo, y corría tanto que oían silbar al viento. Llegaron al castillo, y todo estaba como había dicho la zorra: los criados dormidos delante de la cuadra, y el caballo de oro dentro. Pero el príncipe, al ver aquel caballo tan hermoso, no quiso ponerle la silla vieja y le puso la de oro. Y, en aquel momento, el caballo empezó a relinchar como loco. Los criados se despertaron y cogieron preso al príncipe y por la mañana le llevaron delante de los jueces, que le condenaron a muerte. Pero el rey de aquel castillo dijo que le perdonaría la vida y le regalaría el caballo de oro, si le traía a la princesa del Castillo de Oro, que era una princesa guapísima. 


El pobre príncipe echó a andar por el campo, muy triste, porque no sabía dónde encontrar a la princesa del Castillo de Oro. Pero en esto, se encontró a la zorra.
― ¿Lo ves, lo ves? por no hacerme caso. Pero me das pena y te volveré a ayudar. Este camino va derecho al Castillo de Oro; llegarás al atardecer. Por la noche, la princesa saldrá a bañarse; cuando pase delante de ti, te acercas a ella y le das un beso. Entonces, la princesa te seguirá y te la podrás llevar. Pero, escucha bien lo que te digo: que la princesa no se despida de sus padres, porque lo pasarás mal. 
La zorra estiró el rabo, el príncipe se montó y echaron a correr; y corrían tan de prisa que oían silbar el viento. Llegaron al Castillo de Oro, y pasó todo lo que había dicho la zorra: la princesa salió a bañarse cuando se hizo de noche, y el príncipe se acercó a ella y le dio un beso. Entonces la princesa dijo que se marcharía con él, pero que tenía que despedirse de sus padres. Al principio, el príncipe no quería que fuera, pero ella lloró tanto, que le dio pena y la dejó; y en el momento en que la princesa se acercó a la cama de su padre, aquel rey se despertó y llamó a sus soldados  y cogieron preso al príncipe. Por la mañana, le dijo el rey:
 ― Estas condenado a muerte; pero te perdonaré si quitas de en medio esa montaña que hay delante de mis ventanas y me tapa la vista. Tendrás que quitarla en ocho días; si lo consigues, te puedes casar con mi hija. 


El pobre príncipe se puso a cavar y a cavar; y a los siete días empezó a desesperarse, al ver lo poco que había adelantado. Pero, por la noche, llegó su amiga la zorra y le dijo:
― ¿Lo ves, lo ves? ¡por no hacerme caso!. Bueno, anda, vete a dormir, que yo trabajaré por ti. 
Y cuando el príncipe se despertó por la mañana, vio que la montaña había desaparecido. Se puso muy contento, y corrió a decirle al rey que la montaña ya no le taparía la vista; y el rey, a regañadientes, le dejó marcharse con la princesa.
Llevaban un rato andando los dos, cuando de pronto se les acercó la zorra:
― Mira, príncipe; esta princesa es el mejor premio, pero con ella tienes que llevarte el caballo de oro.
― ¿Cómo me lo darán?
― Lleva a la princesa al castillo donde está el caballo; el rey se pondrá muy contento al verla y te dará el caballo de oro. Te montas en el caballo, y vas dando la mano a todos, para despedirte; cuando des la mano a la princesa, la subes al caballo de un tirón y la montas a tu lado; y como el caballo es más ligero que el viento, nadie os podrá alcanzar.
Todo pasó como dijo la zorra: el caballo salió al galope y su dueño el rey no pudo alcanzar al príncipe y la princesa. La zorra corría al lado del caballo y dijo al príncipe:
― Ahora vamos a buscar al pájaro de oro. Cuando lleguemos al palacio, la princesa se bajará de caballo y yo cuidaré de ella; tú llevas el caballo al rey, que se pondrá muy contento y te regalará el pájaro de oro. Y entonces, pones el caballo al galope y recoges a la princesa.
 
Todo salió muy bien; ya tenía el príncipe el pájaro de oro, el caballo de oro y la princesa del Castillo de Oro. Entonces la zorra le dijo:
― Tienes que pagarme todos mis servicios.
― Claro, amiga zorra. ¡Qué quieres que te de?
― Quiero que, al llegar al bosque, me mates de un tiro y me cortes la cabeza y las patas.
― ¡Bonita recompensa! No, no puedo hacer eso contigo, zorrita.
― Bueno, como quieras; pero no puedo seguir a tu lado. Voy a darte el último consejo: no compres carne de ahorcado, ni te sientes al borde de un pozo.
La zorra se marchó y el príncipe se quedó pensando: "¡Qué cosa tiene este animal! ¿Por qué iba a comprar carne de ahorcado? y nunca se me ha ocurrido sentarme al borde de un pozo".
Se fue a caballo con la princesa, y llegaron al pueblo donde habían quedado sus dos hermanos: había mucho jaleo y mucha gente, y el príncipe oyó decir que iban a ahorcar a dos hombres. Se acercó a la horca, y vio con espanto que eran sus dos hermanos, que no habían hecho más que maldades y se habían arruinado con tantas juergas. El príncipe pequeño preguntó cómo podría salvar a sus hermanos, y le dijeron:
― Si pagas por ellos, los puedes salvar; pero ¿a quién se le ocurre salvar a dos malhechores?
El príncipe no hizo caso de lo que le decían; pagó por sus hermanos y se los llevó también, camino de su casa. Llegaron al bosque, y los hermanos dijeron:
― Hace mucho calor; vamos a sentarnos al lado de ese pozo, para comer y descansar. 
El príncipe pequeño se olvidó del consejo de la zorra, y se sentó al borde del pozo sin sospechar nada; pero los bandidos de sus hermanos le empujaron y le tiraron al pozo; y se llevaron a la princesa, al caballo y al pájaro de oro, y fueron al castillo de su padre. 


― ¡Padre, mira! ¡Mira lo que traemos! Aquí está el pájaro de oro, y además, hemos conquistado el caballo de oro y la princesa del Castillo de Oro. 
El padre y toda la corte se pusieron contentísimos; pero el caballo no quería comer, el pájaro no cantaba y la princesa no hacía más que llorar. 
Sin embargo, el príncipe pequeño no se había ahogado; el pozo estaba seco, y al caer se dio en el musgo blando y no se hizo daño. Lo que no podía era salir. Pero la zorra tampoco le abandonó en aquel apuro, y llegó a todo correr.
― ¿Lo ves, lo ves, lo ves? ¡Por no hacerme caso!. Bueno, te sacaré de aquí. 
Metió el rabo en el pozo, el príncipe se agarró, la zorra tiró fuerte y le sacó. 
― Pero ahora ten cuidado, porque tus hermanos no están seguros de que te hayas muerto, y han puesto guardias por todo el bosque para que te maten si te ven.
Al borde del camino había un pobre; el príncipe le dio sus vestidos y se puso los del pobre, y llegó así al palacio de su padre. No le reconoció nadie; pero el pájaro empezó a cantar, el caballo se puso a comer y la princesa dejó de llorar.
― ¿Qué les ha pasado de pronto al pájaro, al caballo y a la princesa? preguntó el rey.
Y la princesa dijo:
― No sé qué me ha pasado. Estaba triste, y de pronto me ha entrado mucha alegría. Es como si hubiera llegado mi verdadero novio.
Y entonces, la princesa le contó al rey todo lo que habían hecho los príncipes en el bosque, aunque los dos príncipes mayores le habían dicho que la matarían si lo contaba. El rey, furioso, llamó a todos los que estaban en el palacio; y también fue el príncipe pequeño, vestido de pobre. 


La princesa le reconoció enseguida y le abrazó; y a los malos hermanos los condenaron a muerte. El príncipe pequeño se casó con la princesa y heredó el reino de su padre.
¿Qué pasó con la zorra? pues la zorra se encontró un día en el bosque con el príncipe, y le dijo:
― Tú ya lo tienes todo, pero yo sigo siendo muy desgraciada, cuando tú me podrías salvar. ¡Mátame de un tiro y córtame la cabeza y las patas!
El príncipe la mató y le cortó la cabeza y las patas; y entonces, la zorra se convirtió en un hombre, que era el hermano de la princesa del Castillo de Oro; y es que le había hechizado un mago. Desde aquel día todos fueron ya felices. 


FIN.

   

lunes, 2 de septiembre de 2024

CAPERUCITA ROJA

 

Cuento de los Hermanos Grimm con ilustraciones de Janusz Gravianski


HABÍA UNA NIÑA tan buena, tan cariñosa, que todos la querían; y la que más la quería era su abuelita. La abuelita ya no sabía qué regalar a su nieta la mimaba muchísimo. Una vez le regaló una gorrita de terciopelo rojo; la niña estaba muy guapa con ella, y no se la quitaba nunca. Y la gente la empezó a llamar Caperucita Roja.
Un día, su madre le dijo:
― Ven, Caperucita; quiero que lleves a la abuela este pastel y esta botella de vino. La pobre abuelita está mala, y hay que darle cosas ricas para que se ponga fuerte. Será mejor que te vayas ahora, antes de que haga más calor; no corras ni salgas del camino; no se vaya a romper la botella y la abuelita se quede sin vino. Y cuando llegues a su casa, no empieces a curiosear por todos los rincones; di primero buenos días, como una niña bien educada. 
  Descuida, madre; haré bien el recado  Dijo Caperucita.
La abuela vivía lejos, en el bosque, a media hora del pueblo; y cuando Caperucita entró en el bosque se encontró con el lobo. Caperucita no sabía que el lobo era malo, y no se asustó. 
― Buenos días, Caperucita   dijo el lobo.
― Buenos días, lobo   Dijo Caperucita.
― ¿Dónde vas tan de mañana?  le preguntó el lobo. 
― Voy a casa de mi abuelita  contestó Caperucita.
― ¡Qué llevas en el delantal?  Preguntó el lobo


― Llevo un pastel y vino para mi abuelita, que está mala.

― ¿Dónde vive tu abuelita?

  Vive aquí en el bosque, junto a los tres robles grandes, al lado de los avellanos: seguro que has visto su casa.

Y el lobo pensó: "¡Qué gordita está esta niña, y qué tierna debe ser! Estará mucho más rica que su abuela. Voy a ver si me las como a las dos"

El lobo caminó un rato al lado de Caperucita, y luego dijo:

― Caperucita, mira que flores más bonitas hay por aquí. ¿Por qué no llevas algunas a tu abuela?

Caperucita miró las flores; estaban preciosas allí en el bosque, al sol.

― Sí, lobo, tienes razón; voy a coger un ramo para mi abuelita. Es muy temprano y tengo tiempo. 

Salió del camino y empezó a coger flores; y siempre veía una flor todavía más bonita un poco más allá. Se fue alejando del camino, y el lobo echó a correr para llegar antes a casa de la abuela; llegó y llamó.

― ¿Quién llama?  preguntó la abuela.

― Soy Caperucita, y te traigo pastel y vino. ¡Ábreme, abuelita!

― ¡Corre el cerrojo! Yo estoy muy floja y no me puedo levantar.

El lobo corrió el cerrojo, abrió la puerta, saltó hacia la cama de la abuela y se la tragó. Y luego se puso su ropa, se ató su gorro, se metió en la cama y cerró las cortinas. 

Caperucita, en el bosque, tenía ya un ramo muy grande; no le cabía ni una flor más. Echó a correr y llegó a la casa de su abuela. Le extrañó ver la puerta abierta; y al entrar en la habitación, sin saber por qué, se asustó un poco, y pensó: "¡Qué raro! No sé por qué estoy asustada, con lo que me gusta venir a casa de la abuela".  


Y entonces se acercó a la cama, y dijo:
― Abuelita, buenos días.
Nadie contestó; la niña descorrió las cortinas de la cama, y allí vio a su abuela muy tapada y con el gorro de dormir metido hasta las narices. 
― Abuelita, ¡qué orejas más grandes tienes!
―  Para oírte mejor...
― Abuelita, ¡qué ojos más grandes tienes!
―  Para verte mejor...
― Abuelita, ¡qué manos más grandes tienes!
―  ¡Para cogerte mejor!
― Abuelita, ¡qué boca más grande tienes!
―  ¡Para comerte mejor!
El lobo dio un salto y ¡se tragó a Caperucita! Ya había comido bien, y se volvió a meter en la cama y se quedó dormido. Empezó a roncar, a roncar, con unos ronquidos tremendos; y un cazador que pasaba por allí, al oír aquellos ronquidos, pensó "¡Caramba con la abuelita, qué manera de roncar! Voy a entrar, no sea que se encuentre mala"
El cazador entró, se acercó a la cama, vio al lobo dormido y dijo:
― ¡Ya te encontré, viejo bribón! ¡Con el tiempo que llevaba buscándote!
El cazador iba a matar al lobo de un tiro; pero de pronto pensó que a lo mejor el lobo se había comido a la abuela, y en lugar de disparar su escopeta, buscó unas tijeras y le abrió al lobo la barriga, por si la abuela estaba aún viva. Y, al primer tijeretazo, vio una cosa roja, y era Caperucita; y enseguida salió la niña gritando:
― ¡Ay, qué susto más grande! ¡Ay, qué oscuro estaba en la barriga del lobo!
Y la abuelita salió también, medio muerta de miedo. 


Caperucita buscó en seguida  piedras bien grandes, le rellenó la barriga de piedras, y cuando el lobo se despertó y quiso echar a correr, se cayó al suelo, porque las piedras pesaban mucho. Se cayó, reventó y se murió. Y caperucita, la abuela y el cazador se pusieron muy contentos; el cazador se quedó con la piel del lobo; la abuela se comió el pastel y se bebió el vino, y se puso buena. Y Caperucita dijo:

― Ya no volveré a desobedecer a mi madre, y no saldré del camino cuando vaya sola por el bosque. 

FIN


LAS TRES PLUMAS

 

Cuento de los Hermanos Grimm con ilustraciones de Janusz Gravianski


UN REY TENÍA TRES HIJOS en edad de casarse: dos eran listos y el tercero algo tonto. Por eso, al pequeño le llamaban Lelo. El rey era ya viejo, y empezó a pensar a cuál de sus hijos le dejaría el reino; llamó a los tres y les dijo: 

— Id por el mundo, y el que me traiga el tapiz más hermoso será rey cuando yo muera.

Luego para que no discutieran, los llevó delante del palacio, echó tres plumas al aire, sopló y dijo: 


—  Marchaos y donde caiga la pluma, tomaréis prometida  —  Y luego, a cada uno le dio cáñamo para que a los tres días se lo trajeran hilado por las prometidas. Quién lo hiciera mejor, heredaría el reino.  

 El más grande buscó y buscó;  y halló la pluma sobre el techo de una panadería; entró y tomando a la joven panadera como prometida, le entregó el cáñamo para hacer el tapiz a la  joven, blanda y alegre como un pan.  El segundo príncipe, halló la pluma en la casa de una tejedora; entró a la casa y tomando como prometida a una muchacha  pálida y delgada como un hilo, le hizo entrega del cáñamo.  La tercera pluma cayó en una zanja; el hijo más pequeño, triste y con el cáñamo en la mano se acercó hasta el borde; y después de mucho mirar, sólo encontró una vieja y fea rana que salió del agua y se posó en una hoja. El hijo del Rey le dio el cáñamo y le dijo que tenía tres días para hilarlo.
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Volvieron junto al rey para contarle para contarle cómo les había ido con sus prometidas. A los tres días, los hermanos mayores corrieron ansiosamente a casa de la panadera y de la tejedora para retirar el cáñamo.
La panadera había hecho una hermosa labor, pero la tejedora-era su oficio- lo había hilado de tal modo que parecía seda. ¿Y el más pequeño? muy mortificado, se acercó al borde de la zanja y se  puso a llamar:

          "— ¡Rana, rana!
        — ¿Quién me llama? — dijo rana.
          — Tu amor que poco te ama.
          — Si ahora me ama poca cosa, me amará más al verme hermosa". 
       
    La rana saltó sobre una hoja con una nuez en la boca. Al pequeño le daba un poco de vergüenza ir a verlo al padre con una nuez, cuando sus hermanos le habían llevado el cáñamo hilado, pero se hizo de valor y fue a verlo. 

     El rey que ya había examinado el trabajo de la panadera y el de la tejedora del derecho y del revés, abrió la nuez del más pequeño mientras los hermanos se reían burlonamente. Cuando abrió la nuez, surgió una tela tan fina que parecía una tela araña, y jamás terminaban de tirar de ella y desplegarla, al punto que cubrió la sala del trono.
        —  ¡Pero esta tela no se termina más!- dijo el Rey, y , apenas dijo estas palabras la tela se terminó.
     El padre no quería resignarse a la idea de que una rana se convirtiera en reina. Y como a su perra de caza le habían nacido tres cachorros. Se los dio a los hijos.
      — Llevádselos a vuestras prometidas e id a buscarlos dentro de un mes: quien mejor lo haya criado será reina.
Al mes se comprobó que el perro de la panadera se había transformado en un dogo enorme e imponente, porque no le había faltado el pan; el de la tejedora que había sufrido más estrechez, se había convertido en un famélico mastín. El más pequeño llegó con una cajita; el Rey abrió la cajita y de ella salió un perrito de aguas adornado, peinado, perfumado, que se erguía sobre las patas traseras y sabía hacer ejercicios militares y obedecer órdenes. Los hermanos mayores empezaron a protestar.
Y el Rey dijo:
          No hay duda, mi hijo menor ha ganado; pero id a buscar a sus novias, pues el que traiga a la señorita más bella será mi heredero. 

 Los hermanos mayores fueron a buscar a sus prometidas con carrozas ornamentadas  tiradas por cuatro caballos, y las novias subieron cargadas de plumas y de joyas.
El más pequeño iba desanimado, no quería casarse con una rana; llegó a  la zanja y llamó desde la orilla:

         "— ¡Rana, rana!
         — ¿Quién me llama? contestó la rana.
          — Tu amor que poco te ama.
          — Si ahora me ama poca cosa, me amará más al verme hermosa". 

Y la rana salió del agua se subió a una carroza hecha con un nabo tirada por cuatro ratoncitos. Se pusieron en marcha¸ él iba adelante, y los ratoncitos lo seguían tirando del nabo. Cada tanto se detenía para aguardarlos. Cuando iban llegando a palacio, se oía en el aire un ruido extraño; el príncipe mira hacia atrás y en aquel mismo momento, la rana se convirtió en una señorita preciosa, el nabo en una carroza y los ratoncitos en caballos. El príncipe dio un beso a la señorita, y se fue en la carroza al palacio de su padre. 

En esto llegaron los hermanos, que no se habían molestado en buscar mucho. Llevaron a Palacio a las campesinas que les habían parecido más guapas. El rey las miró a todas y dijo: 
 — Mi reino será para el más pequeño, cuando yo muera.
       Los hermanos mayores volvieron a protestar; decían a sus padres:
 — ¡No puedes hacer eso! ¡Lelo no puede ser rey!
       Entonces, el rey dijo que daría su reino al que tuviera una mujer capaz de pasar por un aro que había colgado en el salón del palacio. 
      Los hermanos mayores pensaban: "Nuestras campesinas son muy fuertes y podrán saltar por el aro; pero esta señorita tan fina, no sabrá saltar y se matará".
      Las dos campesinas saltaron; pero eran tan torpes y tan grandes, que se cayeron al suelo y se rompieron varios huesos. Y después saltó la señorita que había llevado el pequeño, y como era tan ligera como un corzo, ganó a todas. 
      Así fue como Lelo heredó la corona, y fue un rey bueno y sabio durante mucho tiempo


FIN
 
   

LOS TRES ENANITOS DEL BOSQUE

Cuento de los Hermanos Grimm con ilustraciones de Janusz Gravianski


A UN HOMBRE, se le murió su mujer, y a una mujer se le murió su marido; el hombre tenía una hija, y la mujer otra. Las dos niñas eran amigas y salían juntas de paseo; a la vuelta, pasaban por la casa de la mujer. La mujer dijo a la hija del hombre: 
— Mira; dile a tu padre que me gustaría casarme con él. Yo te trataré muy bien; podrás lavarte con leche en las mañanas, y te dejaré beber vino. Y mi hija se lavará con agua y no beberá más que agua.
La niña fue donde su padre y le dio el recado de la mujer, y el hombre dijo:
— No sé qué hacer. Eso de casarse puede salir bien y puede salir mal.
Y, como no sabía qué hacer, se quitó la bota y dijo:
— Toma esta bota, que tiene un agujero en la suela; llévala a la buhardilla, cuélgala de un clavo y echa agua dentro. Y si el agua se queda dentro de la bota, me casaré con la mujer; pero si el agua se sale, no me caso.
La niña hizo lo que le mandaba el padre, y el agua se quedó dentro de la bota, porque con la humedad el agujero se cerró. La niña dijo a su padre que el agua no se había salido, y el padre subió a la buhardilla, vio que era verdad, fue a la casa de la viuda y se casó con ella.
A la mañana siguiente, cuando las dos niñas se levantaron, vieron que a la hija del hombre le habían puesto leche para lavarse y vino para beber, mientras que la hija de la mujer tenía sólo agua. Pero al otro día había agua para las dos. Y a la tercera mañana, la hija del hombre tenía sólo agua, y la hija de la mujer, leche para lavarse y vino para beber. Desde ese día, siempre pasaba lo mismo; porque la mujer no quería nada a su hijastra, y no sabía qué inventar para fastidiarla; y es que la hija del hombre era muy guapa y muy simpática, y la otra niña era feísima y antipática.
Llegó el invierno, y un día, cuando más nevaba y helaba en el campo, la mujer hizo un traje de papel, llamó a su hijastra y le dijo:
— Ponte este traje y vete al bosque, y tráeme una cesta de fresas; se me han antojado hoy las fresas.
— ¡Ay, Dios mío! —dijo la niña— ¡Si en invierno no hay fresas, y la tierra está helada y cubierta de nieve! Y ¿por qué tengo que llevar un traje de papel? afuera hace un frío espantoso; el viento y las zarzas me romperán el vestido.
— ¡No me contestes! —gritó la madrastra ¡Haz lo que te he mandado, y no vuelvas a casa hasta que llenes la cesta de fresas!
Dio a la niña un mendruguito de pan y le dijo:
— Toma, para la comida.
La madrastra pensaba: « Ahora esta niña se morirá de hambre y de frío, y ya no la veré más»
Y la pobre niña, que era muy obediente, se puso el traje de papel y se fue al campo con la cestita.
No se veía más que nieve por todas partes; ni una mala hierbecita asomaba entre la nieve, y mucho menos matas de fresas. Y cuando llegó al bosque, vio una casita y a tres enanitos mirando por la ventana.

 La niña los saludó y llamó a la puerta; los enanitos abrieron, la niña entró en la casa y se sentó en un banco junto al fuego, porque estaba tiritando de frío. Empezó a comer su mendruguito de pan, y los enanos dijeron:
— ¿Nos das un poquito?
— Claro, claro; tomad.
La niña repartió su pan con los enanos, y ellos le preguntaron:
— ¿Qué haces con ese traje tan finito aquí en el bosque?
— Tengo que coger fresas, y no puedo volver a casa hasta que haya llenado la cesta.
Los enanitos se comieron el pan, dieron a la niña una escoba y dijeron:
— Barre la nieve que hay detrás de la casa.
Y cuando la niña salió a barrer la nieve, los enanitos dijeron:
— ¿Qué le daremos a esta niña tan buena, que ha repartido su pan con nosotros?
El primer enano dijo:
— Yo le concederé que sea cada día más guapa.
El segundo enano dijo:
— Yo haré que le salga de la boca una moneda de oro cada vez que diga una palabra.
El tercer enano dijo:
— Yo haré que llegue un rey y se case con ella.
Mientras los enanos estaban hablando, la niña barría la nieve detrás de la casita, y de repente, al quitar la nieve; ¡vio que el suelo estaba lleno de fresas maduras! Sí, fresas bien rojas, junto a la nieve blanca. La niña llenó su cestita de fresas, se despidió de los enanitos y corrió a su casa a dar la cesta a su madrastra. Y al llegar a la casa y decir «buenas noches», le salió de la boca una moneda de oro. Empezó a contar lo que le había pasado en el bosque, y a cada palabra, le caía de la boca una moneda de oro; todo el cuarto se llenó de monedas.
— ¡Qué derroche, tirar así el dinero! —dijo la hermanastra, pero estaba muerta de envidia, y quería ir al bosque a buscar fresas. Su madre le dijo:
— No salgas, hijita, que hace mucho frío y te pondrás mala.
Pero su hija estaba empeñada en salir, así que la madre le hizo corriendo un abrigo de pieles, le dio muchos pasteles y mucho pan y la mandó al bosque.
La niña llegó a la casita; los enanos estaban mirándola por la ventana, pero aquella niña antipática no los saludó y se metió en la casita sin permiso, se sentó junto al fuego y empezó a comerse los pasteles. Los enanitos dijeron:
—¿Nos das un poquito?
— ¡Ni hablar! tengo muy pocos, y son todos para mí.
Cuando terminó de comer, los enanitos le dijeron:
— Coge esta escoba y barre la nieve que hay detrás de la casa.
Y la niña, que era muy orgullosa, contestó:
—¡Barred vosotros! ¡Yo no soy vuestra criada!
Y como vio que los enanos no iban a regalarle nada, salió de la casa; y entonces, los enanos dijeron:
—¡Qué le haremos a esta niña tan maleducada y tan egoísta, que no quiere dar nada de lo suyo?
El primer enano dijo:
— Yo haré que sea más fea cada día.
El segundo enano dijo:
— Pues, yo haré que le salga un sapo de la boca en cuanto diga una palabra.
El tercer enano dijo:
— Yo haré que se muera.
La niña busco fresas alrededor de la casita; no encontró ninguna y se volvió a su casa. Y en cuanto abrió la boca para contarle a su madre lo que le había pasado, a cada palabra le saltaba un sapo de la boca, y todos se apartaron de ella, con mucho asco.
La madrastra, entonces, tomó mucho más rabia a la hija del hombre; no sabía que inventar para fastidiarla, porque la niña era cada día más guapa, y la mujer estaba furiosa. Al fin se le ocurrió a aquella mala mujer poner un puchero al fuego, para cocer ramas de lino; cuando el lino estuvo cocido, se lo echó al hombro de la hijastra, le dio un hacha y le dijo que fuera al río helado, que abriera un agujero en el hielo y aclarase el lino en el agua. La niña era obediente y abrió el agujero en el hielo; y en esto pasó por allí una carroza, en la que iba el rey.



 El rey mandó a parar los caballos y preguntó a la niña:
—Hija mía, ¿Quién eres y qué haces aquí?
— Soy una niña pobre y estoy aclarando el lino.
El rey vio lo guapa que era la niña, le dio pena y dijo:
—¿Quieres venirte conmigo?
—¡Ah, sí, sí! —dijo la niña, muy contenta de poder escaparse de su madrastra. Montó en la carroza al lado del rey, y cuando llegaron al castillo, el rey se casó con ella, como habían deseado los enanitos del bosque.
Pasó un año, y la joven reina tuvo un niño; la madrastra se enteró, y se fue con su hija al castillo del rey, con el pretexto de visitar a la reina. El rey había salido, y en el cuarto de la reina no había nadie; la madrastra cogió a la reina por la cabeza y su hija la agarró por los pies, y la tiraron por la ventana a un río que pasaba al pie del castillo. Entonces, la madrastra metió en la cama de la reina a su hija y la tapó hasta la cabeza para que no se viera lo fea que era. Llegó el rey, quiso hablar con su mujer, y la madrastra le dijo:
—¡Silencio, silencio! ¡Ahora no se puede hablar con la reina, porque tiene fiebre y está sudando!
—¡Vaya, por Dios! dijo el rey—. Cuídala bien, que volveré mañana.
Al día siguiente se puso a hablar con la que estaba en la cama, creyendo que era la reina; pero a cada palabra que decía la falsa reina, saltaba un sapo sobre la cama. El rey se asombró mucho, porque antes, a su mujer le salían de la boca monedas de oro; y la madrastra le explicó que lo de los sapos era por la fiebre, y que ya se le pasaría.
Pero aquella noche, un criado que estaba en la cocina vio un pato nadando en el foso; y el pato iba cantando:

«Rey ¿En qué piensas?
¿Duermes o velas?»

Nadie contestaba al pato; y él siguió cantando:

«¿Qué hacen mis invitados?»

Y el criado contestó:

«Ya están acostados»

El pato preguntó entonces:

«¿Y qué hace mi niñito?»

Contestó el criado:

«Duerme como un bendito»

Y entonces, el pato se convirtió en la reina, y subió a su habitación a dar de mamar a su hijito; luego le arregló la cuna, lo tapó bien y se fue otra vez, en forma de pato, nadando por el foso.

Durante dos noches volvió el pato y paso lo mismo; y a la tercera noche, dijo al criado que estaba en la cocina
— Ve a decirle al rey que salga a la puerta con su espada, y que de tres vueltas a su espada sobre mi cabeza.
El criado obedeció, y el rey salió a la puerta y con la espada hizo tres molinetes sobre la cabeza del pato mágico; y al tercer molinete, el pato se convirtió en la reina, que estaba tan guapa y tan sana como antes de que la tiraran al río.
El rey se alegró muchísimo; escondió a la reina en un cuarto hasta que llegó el domingo, que era el día en que iban a bautizar al niño.
Y, en cuanto lo bautizaron, el rey dijo:
—¿Qué se debe hacer con una persona que saca a otra de la cama y la tira al río?
— Se merece que la metan en un tonel lleno de clavos y que la echen a rodar desde el monte hasta el río —dijo la madrastra.
Y el rey dijo, entonces:
—Pues eso mismo es lo que vamos a hacer contigo.
Mando a traer un tonel lleno de clavos, metió dentro a la madrastra y a su hija, clavaron la tapa, llevaron el tonel al monte y lo echaron a rodar ladera abajo, hasta que cayó al agua y se hundió.

FIN


LOS HERMANOS

Cuento de los Hermanos Grimm con ilustraciones de Janusz Gravianski


EL HERMANITO tomó la mano de la hermanita y le dijo:
Desde que nuestra madre murió no hemos hecho más que sufrir; la madrastra nos pega todos los días, y si nos acercamos a ella nos echa a patadas. No nos da de comer más que los mendrugos que sobran en la mesa, y hasta el perro come mejor que nosotros, porque algunas veces le echan carne y huesos. ¡Si nuestra madre nos viera ahora! Mira, lo mejor será que nos vayamos por el mundo.
Se marcharon de la casa, caminaron todo el día por el campo; atravesaron el campo; atravesaron prados, sembrados y pedregales, y cuando llovía, la hermanita decía:
 ¡Dios está llorando, como nosotros!
Por la noche llegaron a un bosque muy grande; estaban tan cansados, tan hambrientos, tan tristes, que se metieron en el hueco de un árbol y se quedaron dormidos.
Por la mañana al despertarse, el sol brillaba entre los árboles; y el hermano dijo:
— Hermanita, tengo sed; si hubiera por aquí una fuente... me parece que oigo ruido de agua.
Se levantaron y se pusieron a buscar la fuente. Pero resulta que la madrastra era bruja, y al ver que los niños se habían escapado, les había seguido todo el tiempo muy calladita, como hacen las brujas; y había ido encantando todas las fuentes del campo. Los niños encontraron al fin una fuente de agua clara entre las rocas; el niño quiso beber, pero la niña oyó que el agua, al saltar iba diciendo:
— ¡El que me beba se convertirá en tigre! ¡Ay del que me beba!
La hermanita gritó entonces:
— ¡No bebas, hermano! ¡No bebas por favor, que te convertirás en tire y me matarás!
El hermano no bebió, aunque estaba muerto de sed. Dijo:
— Esperaré a encontrar otra fuente.
Encontraron otra fuente, pero la niña oyó que el agua iba diciendo:
— ¡El que me beba se convertirá en lobo! ¡Ay del que me beba!
El niño se quedó sin beber, y dijo:
— Esperaré a encontrar otra fuente, pero entonces beberé, diga el agua lo que quiera; ya no puedo más de sed.
Llegaron a la tercera fuente, y la niña oyó que el agua decía:
— ¡El que me beba se convertirá en corso! ¡Ay del que me beba!
Dijo la hermana a su hermano:
— ¡No bebas, por favor, hermanito! ¡Mira que te convertirás en corzo y echarás a correr y me quedaré sola!
Pero el hermano, que ya no podía más de la sed, se puso de rodillas y empezó a beber; en cuanto tocó el agua con los labios, se convirtió en corzo. La niña empezó a llorar, y el corzo se echó a sus pies y empezó a llorar también. Y la niña dijo al fin:
— No llores, corcito; nunca te abandonaré.


La niña llevaba ligas de oro; se quitó una y se la puso al corzo en el cuello, como un collar; después hizo una trenza con juncos, la ató al collar del corzo y se marchó con él por el bosque.
Caminaron muchas horas, y al fin llegaron a una casita; la niña miró por la ventana, no vio a nadie y dijo:
— Nos quedaremos a vivir aquí.
Hizo una cama al corzo con hierba y musgo; y todas las mañanas salía a buscar raíces, frutas y nueces para comer; y al corso le llevaba hierba fresca, que el animalito comía de su mano. El corcito corría y saltaba con su hermana, y por la noche, cuando la niña ya había rezado sus oraciones, se echaba a dormir con la cabeza apoyada en el cuello del corzo. Lo pasaban muy bien, y la única pena era que el niño se hubiera convertido en un animalito.
pasaron unos años, y ellos siguieron viviendo solos en el bosque; y un día, el rey de aquella tierra quiso salir a cazar con sus caballeros. por todo el bosque se empezaron a oír las llamadas de los cuernos de caza, los ladridos de los perros y los gritos alegres de los cazadores.
El corzo, que oyó todo aquel ruido, quiso acercarse a curiosear:
— ¡Hermana, déjame ir a ver la cacería! ¡Déjame, hermanita, que tengo muchas ganas de ver a los cazadores!
— Bueno, te dejaré ir; pero vuelve cuando se haga de noche. Cerraré la puerta para que no entre nadie, y cuando llegues dirás, para que te conozca: "hermanita, ábreme la puertecita". Si no te oigo decir esto, no abriré.
El corzo se marcho saltando. Estaba muy contento de poder correr a gusto por el bosque. Pero, de pronto, los cazadores le vieron y le empezaron a perseguir; por poco le alcanzan, pero el corzo dio un brinco y se escondió entre unas matas. Cuando se hizo de noche, llegó a la casa y llamó a la puerta:
— ¡Hermanita, ábreme la puertecita!
La hermana le abrió la puerta y el corzo entró de un salto y se echó a dormir en su rincón. Por la mañana siguió la cacería; y en cuanto el corzo oyó los gritos de los cazadores, quiso salir otra vez:
— ¡Hermana, déjame salir al bosque, que tengo muchas ganas de ver la cacería!
— Bueno, pero vuelve cuando empiece a anochecer; y repite las palabras de ayer para que te abra la puerta.
El corzo salió al bosque; en cuanto lo vieron el rey y los cazadores, quisieron rodearlo; estaban empeñados en cazar a aquel corzo del collar de oro. Pero el corzo era muy ligero, y siempre se les escapaba.

La persecución duró todo el día, y al anochecer, uno de los cazadores hirió al corcito en una pata; el corzo se escapó cojeando, y el cazador le siguió hasta la casita, y oyó como decía el animal:
— ¡Hermanita, ábreme la puertecita!
Y vio que se abría la puerta y que el corzo entraba en la casa. El cazador fue a contárselo al rey, y el rey le dijo:
— Mañana le seguiremos persiguiendo.

La hermana se asustó al verle herido; le lavó la patita y le dijo:
— Échate, y no te muevas hasta que estés curado.
Pero la herida era pequeña; por la mañana, el corzo se sentía muy bien y, en cuanto oyó las voces de los cazadores, dijo a su hermana:
— ¡Déjame salir! ¡No sabes cómo me gusta andar por el bosque, entre los cazadores!¡Déjame, que no me podrán coger!
La hermana se echó a llorar:
— ¡No quiero que salgas! ¡Te van a matar, y yo me quedaré sola! ¡No, no quiero que salgas más!
— Pues, me moriré de pena, si no me dejas salir. En cuanto oigo el cuerno de caza, no sé qué me pasa que estoy deseando correr por el bosque.
La hermana, al verlo tan triste, le dejó salir; el corzo salió saltando con mucha alegría; le vio el rey, y dijo a sus cazadores:
— Perseguidle todo el día, pero no le hagáis el menor daño.
Cuando se puso el sol, el rey dijo al cazador:
— Ven conmigo, y guíame hasta la casita del bosque.
Llegaron a la casita, y el rey llamó a la puerta, diciendo:
— ¡Hermanita, ábreme la puertecita!
La puerta se abrió; y el rey entró en la casa; y vio a una niña tan bonita, que se quedó asombrado.


La niña se asustó al ver que había entrado un hombre y no el corcito; y aquel hombre llevaba una corona de oro, y dijo, con mucho cariño:
— ¿Quieres venir a mi castillo y casarte conmigo?
— ¡Ay, sí, sí! Pero tengo que llevarme al corzo; no quiero separarme de él.
— Llevaremos al corzo, no le faltará nada y no se separará nunca de ti — dijo el rey. Y en esto volvió el corzo a la casita, y la hermana le ató con la trenza de juncos y se marcharon todos juntos. El rey montó a la niña en su caballo y la llevó a palacio.
Celebraron la boda con una fiesta preciosa, y desde entonces la hermanita fue la reina de aquel país y vivieron muchos años muy felices.
Y el corzo jugaba por el jardín del castillo, y no le faltaba nada.
Mientras tanto, la madrastra estaba convencida de que a la niña se la habían comido las fieras del bosque y de que al corcito lo habían matado algunos cazadores. Y cuando se enteró de que vivían tan felices en el castillo del rey, empezó a ponerse enferma de rabia y de envidia.
La madrastra tenía una hija; tan fea como ella y además tuerta; que no hacía más que decir:
— ¡La reina tendría que ser yo, y no esa hijastra tuya, madre!
— Espera; —dijo la madre— espera y verás. Yo arreglaré eso.
Pasó algún tiempo, y la niña reina tuvo un hijito. El rey estaba de caza, y la madrastra, disfrazada de criada, entró en la habitación de la reina y dijo:
— Señora, el baño está preparado. Venid antes de que se enfríe.
Su hija, la tuerta, estaba con ella y entre las dos se llevaron a la reina al cuarto de baño y la metieron en la bañera, cerraron con llave el cuarto de baño y se escaparon, dejando allí a la reina al lado de una hoguera; y la hoguera echaba tanto humo, que la reina se ahogó.



Entonces, la madrastra vistió a su hija con la ropa de la reina y la acostó en la cama real; y la peinó y cambió para que pareciera la reina; pero no pudo ponerle el ojo que le faltaba, y para que el rey no lo notase, le dijo que se echase en la cama del lado donde le faltaba el ojo. Por la noche, llegó el rey de la cacería; se enteró de que había tenido un niño y fue contentísimo a ver a su mujer. Pero la madrastra, que estaba en el cuarto, le dijo:
¡Señor, no abráis la ventana, que a la reina le molesta la luz!
Y el rey salió del cuarto, sin darse cuenta de que en la cama no estaba su esposa, sino la hija de aquella mujer.
Pero a la medianoche, cuando todos dormían, la niñera que estaba con el recién nacido vio que se abría la puerta y entraba la verdadera reina, que cogió en brazos al niño y le dio de mamar. Luego le arregló la cunita, lo acostó y lo tapó bien. Y después fue al rincón donde dormía el corzo y lo acarició; y salió muy despacito de la habitación.



Por la mañana, la niñera preguntó a los centinelas si alguien había entrado en el palacio durante la noche; los centinelas dijeron:
— No hemos visto a nadie.
Desde entonces, todas las noches pasaba lo mismo; y la reina no decía nada al ir a ver a su niño y al corzo, y la niñera no se atrevía a contar a nadie lo que pasaba.
Pero una noche, al ir a ver a su hijito, la reina dijo:
«¿Qué hace mi corzo? ¿Qué hace mi niño?
Vendré dos noches y ya nunca más.
Que me los cuiden con mucho cariño».

La niñera no dijo nada, pero en cuanto la reina desapareció, fue a contárselo todo al rey. Y el rey le dijo:
—¡Dios mío! ¿Qué es esto? Mañana me quedaré yo a cuidar al niño.
Aquella noche, el rey se quedó en el cuarto del niño; y a media noche, entró la reina y dijo:
«¿Qué hace mi corzo? ¿Qué hace mi niño?
Vendré otra noche y ya nunca más.
Que me los cuiden con mucho cariño».
Y cogió a su hijito, como siempre, le dio de mamar y luego lo acostó y lo tapó bien. El rey no se atrevió a hablar, pero a la noche siguiente se quedó también en el cuarto del niño, y oyó que la reina decía al entrar:
«¿Qué hace mi corzo? ¿Qué hace mi niño?
Vengo esta noche y ya nunca más.
Que me los cuiden con mucho cariño».
Y el rey, sin poder contenerse, se acercó a la reina y dijo: 
—¡Tú eres mi esposa querida!
Y ella contestó:
—¡Si, soy tu mujer!
Y en aquel momento, Dios hizo un milagro y la reina revivió, y apareció como siempre. sana y con buen color. Le contó al rey lo que habían hecho la mujer y su hija, y el rey las metió a la cárcel y los jueces las condenaron a las dos: a la hija la dejaron en el bosque, para que se la comieran las fieras, y a la madrastra la pusieron sobre una hoguera y allí murió abrasada, por mala. Y en cuanto la mujer se convirtió en cenizas, el corcito se volvió otra vez niño, y vivió con su hermana muy feliz, durante toda la vida.

FIN