Cuento de los Hermanos Grimm con ilustraciones de Janusz Gravianski
EL HERMANITO tomó la mano de la hermanita y le dijo:
Desde que nuestra madre murió no hemos hecho más que sufrir; la madrastra nos pega todos los días, y si nos acercamos a ella nos echa a patadas. No nos da de comer más que los mendrugos que sobran en la mesa, y hasta el perro come mejor que nosotros, porque algunas veces le echan carne y huesos. ¡Si nuestra madre nos viera ahora! Mira, lo mejor será que nos vayamos por el mundo.
Se marcharon de la casa, caminaron todo el día por el campo; atravesaron el campo; atravesaron prados, sembrados y pedregales, y cuando llovía, la hermanita decía:
— ¡Dios está llorando, como nosotros!
Por la noche llegaron a un bosque muy grande; estaban tan cansados, tan hambrientos, tan tristes, que se metieron en el hueco de un árbol y se quedaron dormidos.
Por la mañana al despertarse, el sol brillaba entre los árboles; y el hermano dijo:
— Hermanita, tengo sed; si hubiera por aquí una fuente... me parece que oigo ruido de agua.
Se levantaron y se pusieron a buscar la fuente. Pero resulta que la madrastra era bruja, y al ver que los niños se habían escapado, les había seguido todo el tiempo muy calladita, como hacen las brujas; y había ido encantando todas las fuentes del campo. Los niños encontraron al fin una fuente de agua clara entre las rocas; el niño quiso beber, pero la niña oyó que el agua, al saltar iba diciendo:
— ¡El que me beba se convertirá en tigre! ¡Ay del que me beba!
La hermanita gritó entonces:
— ¡No bebas, hermano! ¡No bebas por favor, que te convertirás en tire y me matarás!
El hermano no bebió, aunque estaba muerto de sed. Dijo:
— Esperaré a encontrar otra fuente.
Encontraron otra fuente, pero la niña oyó que el agua iba diciendo:
— ¡El que me beba se convertirá en lobo! ¡Ay del que me beba!
El niño se quedó sin beber, y dijo:
— Esperaré a encontrar otra fuente, pero entonces beberé, diga el agua lo que quiera; ya no puedo más de sed.
Llegaron a la tercera fuente, y la niña oyó que el agua decía:
— ¡El que me beba se convertirá en corso! ¡Ay del que me beba!
Dijo la hermana a su hermano:
— ¡No bebas, por favor, hermanito! ¡Mira que te convertirás en corzo y echarás a correr y me quedaré sola!
Pero el hermano, que ya no podía más de la sed, se puso de rodillas y empezó a beber; en cuanto tocó el agua con los labios, se convirtió en corzo. La niña empezó a llorar, y el corzo se echó a sus pies y empezó a llorar también. Y la niña dijo al fin:
— No llores, corcito; nunca te abandonaré.
La niña llevaba ligas de oro; se quitó una y se la puso al corzo en el cuello, como un collar; después hizo una trenza con juncos, la ató al collar del corzo y se marchó con él por el bosque.
Caminaron muchas horas, y al fin llegaron a una casita; la niña miró por la ventana, no vio a nadie y dijo:
— Nos quedaremos a vivir aquí.
Hizo una cama al corzo con hierba y musgo; y todas las mañanas salía a buscar raíces, frutas y nueces para comer; y al corso le llevaba hierba fresca, que el animalito comía de su mano. El corcito corría y saltaba con su hermana, y por la noche, cuando la niña ya había rezado sus oraciones, se echaba a dormir con la cabeza apoyada en el cuello del corzo. Lo pasaban muy bien, y la única pena era que el niño se hubiera convertido en un animalito.
pasaron unos años, y ellos siguieron viviendo solos en el bosque; y un día, el rey de aquella tierra quiso salir a cazar con sus caballeros. por todo el bosque se empezaron a oír las llamadas de los cuernos de caza, los ladridos de los perros y los gritos alegres de los cazadores.
El corzo, que oyó todo aquel ruido, quiso acercarse a curiosear:
— ¡Hermana, déjame ir a ver la cacería! ¡Déjame, hermanita, que tengo muchas ganas de ver a los cazadores!
— Bueno, te dejaré ir; pero vuelve cuando se haga de noche. Cerraré la puerta para que no entre nadie, y cuando llegues dirás, para que te conozca: "hermanita, ábreme la puertecita". Si no te oigo decir esto, no abriré.
El corzo se marcho saltando. Estaba muy contento de poder correr a gusto por el bosque. Pero, de pronto, los cazadores le vieron y le empezaron a perseguir; por poco le alcanzan, pero el corzo dio un brinco y se escondió entre unas matas. Cuando se hizo de noche, llegó a la casa y llamó a la puerta:
— ¡Hermanita, ábreme la puertecita!
La hermana le abrió la puerta y el corzo entró de un salto y se echó a dormir en su rincón. Por la mañana siguió la cacería; y en cuanto el corzo oyó los gritos de los cazadores, quiso salir otra vez:
— ¡Hermana, déjame salir al bosque, que tengo muchas ganas de ver la cacería!
— Bueno, pero vuelve cuando empiece a anochecer; y repite las palabras de ayer para que te abra la puerta.
El corzo salió al bosque; en cuanto lo vieron el rey y los cazadores, quisieron rodearlo; estaban empeñados en cazar a aquel corzo del collar de oro. Pero el corzo era muy ligero, y siempre se les escapaba.
La persecución duró todo el día, y al anochecer, uno de los cazadores hirió al corcito en una pata; el corzo se escapó cojeando, y el cazador le siguió hasta la casita, y oyó como decía el animal:
— ¡Hermanita, ábreme la puertecita!
Y vio que se abría la puerta y que el corzo entraba en la casa. El cazador fue a contárselo al rey, y el rey le dijo:
— Mañana le seguiremos persiguiendo.
La hermana se asustó al verle herido; le lavó la patita y le dijo:
— Échate, y no te muevas hasta que estés curado.
Pero la herida era pequeña; por la mañana, el corzo se sentía muy bien y, en cuanto oyó las voces de los cazadores, dijo a su hermana:
— ¡Déjame salir! ¡No sabes cómo me gusta andar por el bosque, entre los cazadores!¡Déjame, que no me podrán coger!
La hermana se echó a llorar:
— ¡No quiero que salgas! ¡Te van a matar, y yo me quedaré sola! ¡No, no quiero que salgas más!
— Pues, me moriré de pena, si no me dejas salir. En cuanto oigo el cuerno de caza, no sé qué me pasa que estoy deseando correr por el bosque.
La hermana, al verlo tan triste, le dejó salir; el corzo salió saltando con mucha alegría; le vio el rey, y dijo a sus cazadores:
— Perseguidle todo el día, pero no le hagáis el menor daño.
Cuando se puso el sol, el rey dijo al cazador:
— Ven conmigo, y guíame hasta la casita del bosque.
Llegaron a la casita, y el rey llamó a la puerta, diciendo:
— ¡Hermanita, ábreme la puertecita!
La puerta se abrió; y el rey entró en la casa; y vio a una niña tan bonita, que se quedó asombrado.
La niña se asustó al ver que había entrado un hombre y no el corcito; y aquel hombre llevaba una corona de oro, y dijo, con mucho cariño:
— ¿Quieres venir a mi castillo y casarte conmigo?
— ¡Ay, sí, sí! Pero tengo que llevarme al corzo; no quiero separarme de él.
— Llevaremos al corzo, no le faltará nada y no se separará nunca de ti — dijo el rey. Y en esto volvió el corzo a la casita, y la hermana le ató con la trenza de juncos y se marcharon todos juntos. El rey montó a la niña en su caballo y la llevó a palacio.
Celebraron la boda con una fiesta preciosa, y desde entonces la hermanita fue la reina de aquel país y vivieron muchos años muy felices.
Y el corzo jugaba por el jardín del castillo, y no le faltaba nada.
Mientras tanto, la madrastra estaba convencida de que a la niña se la habían comido las fieras del bosque y de que al corcito lo habían matado algunos cazadores. Y cuando se enteró de que vivían tan felices en el castillo del rey, empezó a ponerse enferma de rabia y de envidia.
La madrastra tenía una hija; tan fea como ella y además tuerta; que no hacía más que decir:
— ¡La reina tendría que ser yo, y no esa hijastra tuya, madre!
— Espera; —dijo la madre— espera y verás. Yo arreglaré eso.
Pasó algún tiempo, y la niña reina tuvo un hijito. El rey estaba de caza, y la madrastra, disfrazada de criada, entró en la habitación de la reina y dijo:
— Señora, el baño está preparado. Venid antes de que se enfríe.
Su hija, la tuerta, estaba con ella y entre las dos se llevaron a la reina al cuarto de baño y la metieron en la bañera, cerraron con llave el cuarto de baño y se escaparon, dejando allí a la reina al lado de una hoguera; y la hoguera echaba tanto humo, que la reina se ahogó.
Entonces, la madrastra vistió a su hija con la ropa de la reina y la acostó en la cama real; y la peinó y cambió para que pareciera la reina; pero no pudo ponerle el ojo que le faltaba, y para que el rey no lo notase, le dijo que se echase en la cama del lado donde le faltaba el ojo. Por la noche, llegó el rey de la cacería; se enteró de que había tenido un niño y fue contentísimo a ver a su mujer. Pero la madrastra, que estaba en el cuarto, le dijo:
— ¡Señor, no abráis la ventana, que a la reina le molesta la luz!
Y el rey salió del cuarto, sin darse cuenta de que en la cama no estaba su esposa, sino la hija de aquella mujer.
Pero a la medianoche, cuando todos dormían, la niñera que estaba con el recién nacido vio que se abría la puerta y entraba la verdadera reina, que cogió en brazos al niño y le dio de mamar. Luego le arregló la cunita, lo acostó y lo tapó bien. Y después fue al rincón donde dormía el corzo y lo acarició; y salió muy despacito de la habitación.
Por la mañana, la niñera preguntó a los centinelas si alguien había entrado en el palacio durante la noche; los centinelas dijeron:
— No hemos visto a nadie.
Desde entonces, todas las noches pasaba lo mismo; y la reina no decía nada al ir a ver a su niño y al corzo, y la niñera no se atrevía a contar a nadie lo que pasaba.
Pero una noche, al ir a ver a su hijito, la reina dijo:
«¿Qué hace mi corzo? ¿Qué hace mi niño?
Vendré dos noches y ya nunca más.
Que me los cuiden con mucho cariño».
La niñera no dijo nada, pero en cuanto la reina desapareció, fue a contárselo todo al rey. Y el rey le dijo:
—¡Dios mío! ¿Qué es esto? Mañana me quedaré yo a cuidar al niño.
Aquella noche, el rey se quedó en el cuarto del niño; y a media noche, entró la reina y dijo:
«¿Qué hace mi corzo? ¿Qué hace mi niño?
Vendré otra noche y ya nunca más.
Que me los cuiden con mucho cariño».
Y cogió a su hijito, como siempre, le dio de mamar y luego lo acostó y lo tapó bien. El rey no se atrevió a hablar, pero a la noche siguiente se quedó también en el cuarto del niño, y oyó que la reina decía al entrar:
«¿Qué hace mi corzo? ¿Qué hace mi niño?
Vengo esta noche y ya nunca más.
Que me los cuiden con mucho cariño».
Y el rey, sin poder contenerse, se acercó a la reina y dijo:
—¡Tú eres mi esposa querida!
Y ella contestó:
—¡Si, soy tu mujer!
Y en aquel momento, Dios hizo un milagro y la reina revivió, y apareció como siempre. sana y con buen color. Le contó al rey lo que habían hecho la mujer y su hija, y el rey las metió a la cárcel y los jueces las condenaron a las dos: a la hija la dejaron en el bosque, para que se la comieran las fieras, y a la madrastra la pusieron sobre una hoguera y allí murió abrasada, por mala. Y en cuanto la mujer se convirtió en cenizas, el corcito se volvió otra vez niño, y vivió con su hermana muy feliz, durante toda la vida.
FIN