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domingo, 16 de marzo de 2025

LA MUERTE MADRINA

Cuento de los Hermanos Grimm con ilustraciones de Janusz Gravianski


UN HOMBRE MUY POBRE tenía doce hijos; y aunque trabajaba día y noche, no alcanzaba a darles más que pan. Cuando nació su hijo número trece, no sabía qué hacer; salió al camino y decidió que al primero que pasara le haría padrino de su hijito.  
Y el primero que pasó fue Dios Nuestro Señor; él ya conocía los apuros del pobre, y le dijo:
― Hijo mío, me das mucha pena. Quiero ser el padrino de tu último hijito y cuidaré de él para que sea feliz. 
 El hombre le preguntó:
― ¿Quién eres?
― Soy tu Dios.
― Pues no quiero que seas padrino de mi hijo; no, Señor, porque tú das mucho a los ricos y dejas que los pobres pasemos hambre.
El hombre le contestó así al Señor, porque no comprendía con qué sabiduría reparte Dios la riqueza y la pobreza; y el desgraciado se apartó de Dios y siguió su camino. 

Se encontró luego con el diablo, que le preguntó:
― ¿Qué buscas? Si me escoges de padrino de tu hijo, le daré muchísimo dinero y tendrá todo lo que quiera en este mundo. 
El hombre preguntó:
― ¿Quién eres tú?
― Soy el demonio.
― No, no quiero que seas padrino de mi niño; eres malo y engañas siempre a los hombres y los pierdes. 

Siguió andando, y se encontró con la Muerte, con la mismísima Muerte, que estaba flaca y en los huesos; y la Muerte le dijo:
― Quiero ser madrina de tu hijo.
― ¿Quién eres?
― Soy la Muerte, que hace iguales a todos los hombres.
Y el hombre dijo: 
― Me convienes; tú te llevas a los ricos igual que a los pobres, sin hacer diferencias. Serás la madrina. 
La Muerte dijo entonces: 
― Yo haré rico y famoso a tu hijo; a mis amigos no les falta nunca nada.
Y el hombre dijo:
― El domingo que viene será el bautizo; no dejes de ir a tiempo. 

La Muerte fue al bautizo, como había prometido, y fue la madrina. 
El niñito creció y se hizo un muchacho; y, un día, su madrina entró en la casa y dijo que la siguiera. Llevó al chico a un bosque, le enseñó una planta que crecía allí y le dijo: 
― Voy a darte ahora mi regalo de madrina: te haré un médico famoso. Cuando te llamen a visitar a un enfermo, me encontrarás siempre al lado de la cama. Si estoy a la cabecera, podrás asegurar que le curarás; le darás esta hierba y se pondrá bueno. Pero si me ves a los pies de la cama, el enfermo me pertenecerá, y tú dirás que no tiene remedio y que ningún médico le podrá salvar. No des a ningún enfermo la hierba contra mi voluntad, porque lo pagarás caro. 

Al poco tiempo, el muchacho era un médico famoso en todo el mundo; la gente decía:
― En cuanto ve a un enfermo, puede decir si se curará o no. Es un gran médico. 
Y le llamaban de muchos países para que fuera a visitar a los enfermos y le daban mucho dinero, así que se hizo rico muy pronto. 

Un día, el rey se puso malo. Llamaron al médico famoso para que dijera si se podía curar; pero en cuanto se acercó al rey, vio que la Muerte estaba a los pies de la cama. Allí no valían hierbas. Y el médico pensó: «¡Si yo pudiera engañar a la Muerte siquiera una vez! Claro que lo tomará a mal, pero como soy su ahijado, puede que haga la vista gorda. Voy a probar».
Cogió al rey y le dio la vuelta en la cama, y le puso con los pies en la almohada y la cabeza a los pies; y así, la Muerte se quedó junto a la cabeza; entonces le dio la hierba y al rey le curó.

Pero la Muerte fue a la casa del médico muy enfadada, le amenazó con el dedo y dijo: 
― ¡Te has burlado de mí! Por una vez, te lo perdono, porque eres mi ahijado; pero como lo vuelvas a hacer, ya verás: te llevaré a ti.

Y al poco tiempo, la hija del rey se puso muy enferma. Era hija única, y su padre estaba tan desesperado que no hacía más que llorar. Mando decir que al que salvara a su hija le casaría con ella y le haría su heredero. Llamaron al médico, y cuando entró en la habitación de la princesa, vio que la Muerte estaba a los pies de la cama.
La princesa era tan guapa, que el muchacho se olvidó de la amenaza de su madrina; y decidió curar a la hija del rey y casarse con ella. 

No vio las miradas que le echaba la Muerte, ni cómo le amenazaba con el puño cerrado: cogió en brazos a la princesa y la puso con los pies en la almohada y la cabeza a los pies, le dio la hierba mágica, y al poco rato la cara de la princesa se animó y empezó a mejorar. 

Y la Muerte, furiosa porque la habían engañado otra vez, fue a grandes zancadas a la casa del médico y le dijo: 
 ― ¡Se acabó! ¡Ahora te llevaré a ti!
Le agarró con su mano fría; le agarró con tanta fuerza, que el pobre muchacho no se podía soltar, y se lo llevó a una cueva muy honda. Y el médico vio en la cueva miles y miles de luces, filas de velas que no se acababan nunca; unas velas eran grandes, otras medianas y otras pequeñas. Y todo el tiempo se estaban encendiendo unas velas y otras se apagaban; era como si las lucecitas estuvieran brincando.
La Muerte le dijo: 
― Mira, esas velas que ves son las vidas de los hombres. Las grandes son las vidas de los niños; las medianas son las vidas de los padres, y las pequeñas la de los viejos. Pero hay también niños y jóvenes que no tienen más que una velita pequeña. 




¡Dime cuál es mi luz!  ― dijo el médico, pensando que era todavía una vela bien grande. 
Y la Muerte le enseñó un cabito de vela, casi consumido:
― ¡Ahí la tienes!
― ¡Ay, madrina, madrina mía! ¡Enciéndeme una nueva! ¡Por favor, hazlo por mí! ¡Mira que todavía no he disfrutado de la vida, que me van a hacer rey y me voy a casar con la princesa!
― No puede ser ― dijo la muerte ― No puedo encender una luz mientras no se haya apagado otra.
― ¡Pues enciende una vela nueva con la que se está apagando!
La Muerte hizo como si fuera a obedecerle; llevó una vela nueva y larga. Pero como quería vengarse, tiró al suelo con disimulo el cabito de vela, y la lucecita se apagó. Y en el mismo momento, el médico cayó al suelo, muerto, Su madrina la Muerte había ganado. 

FIN


lunes, 2 de septiembre de 2024

CAPERUCITA ROJA

 

Cuento de los Hermanos Grimm con ilustraciones de Janusz Gravianski


HABÍA UNA NIÑA tan buena, tan cariñosa, que todos la querían; y la que más la quería era su abuelita. La abuelita ya no sabía qué regalar a su nieta la mimaba muchísimo. Una vez le regaló una gorrita de terciopelo rojo; la niña estaba muy guapa con ella, y no se la quitaba nunca. Y la gente la empezó a llamar Caperucita Roja.
Un día, su madre le dijo:
― Ven, Caperucita; quiero que lleves a la abuela este pastel y esta botella de vino. La pobre abuelita está mala, y hay que darle cosas ricas para que se ponga fuerte. Será mejor que te vayas ahora, antes de que haga más calor; no corras ni salgas del camino; no se vaya a romper la botella y la abuelita se quede sin vino. Y cuando llegues a su casa, no empieces a curiosear por todos los rincones; di primero buenos días, como una niña bien educada. 
  Descuida, madre; haré bien el recado  Dijo Caperucita.
La abuela vivía lejos, en el bosque, a media hora del pueblo; y cuando Caperucita entró en el bosque se encontró con el lobo. Caperucita no sabía que el lobo era malo, y no se asustó. 
― Buenos días, Caperucita   dijo el lobo.
― Buenos días, lobo   Dijo Caperucita.
― ¿Dónde vas tan de mañana?  le preguntó el lobo. 
― Voy a casa de mi abuelita  contestó Caperucita.
― ¡Qué llevas en el delantal?  Preguntó el lobo


― Llevo un pastel y vino para mi abuelita, que está mala.

― ¿Dónde vive tu abuelita?

  Vive aquí en el bosque, junto a los tres robles grandes, al lado de los avellanos: seguro que has visto su casa.

Y el lobo pensó: "¡Qué gordita está esta niña, y qué tierna debe ser! Estará mucho más rica que su abuela. Voy a ver si me las como a las dos"

El lobo caminó un rato al lado de Caperucita, y luego dijo:

― Caperucita, mira que flores más bonitas hay por aquí. ¿Por qué no llevas algunas a tu abuela?

Caperucita miró las flores; estaban preciosas allí en el bosque, al sol.

― Sí, lobo, tienes razón; voy a coger un ramo para mi abuelita. Es muy temprano y tengo tiempo. 

Salió del camino y empezó a coger flores; y siempre veía una flor todavía más bonita un poco más allá. Se fue alejando del camino, y el lobo echó a correr para llegar antes a casa de la abuela; llegó y llamó.

― ¿Quién llama?  preguntó la abuela.

― Soy Caperucita, y te traigo pastel y vino. ¡Ábreme, abuelita!

― ¡Corre el cerrojo! Yo estoy muy floja y no me puedo levantar.

El lobo corrió el cerrojo, abrió la puerta, saltó hacia la cama de la abuela y se la tragó. Y luego se puso su ropa, se ató su gorro, se metió en la cama y cerró las cortinas. 

Caperucita, en el bosque, tenía ya un ramo muy grande; no le cabía ni una flor más. Echó a correr y llegó a la casa de su abuela. Le extrañó ver la puerta abierta; y al entrar en la habitación, sin saber por qué, se asustó un poco, y pensó: "¡Qué raro! No sé por qué estoy asustada, con lo que me gusta venir a casa de la abuela".  


Y entonces se acercó a la cama, y dijo:
― Abuelita, buenos días.
Nadie contestó; la niña descorrió las cortinas de la cama, y allí vio a su abuela muy tapada y con el gorro de dormir metido hasta las narices. 
― Abuelita, ¡qué orejas más grandes tienes!
―  Para oírte mejor...
― Abuelita, ¡qué ojos más grandes tienes!
―  Para verte mejor...
― Abuelita, ¡qué manos más grandes tienes!
―  ¡Para cogerte mejor!
― Abuelita, ¡qué boca más grande tienes!
―  ¡Para comerte mejor!
El lobo dio un salto y ¡se tragó a Caperucita! Ya había comido bien, y se volvió a meter en la cama y se quedó dormido. Empezó a roncar, a roncar, con unos ronquidos tremendos; y un cazador que pasaba por allí, al oír aquellos ronquidos, pensó "¡Caramba con la abuelita, qué manera de roncar! Voy a entrar, no sea que se encuentre mala"
El cazador entró, se acercó a la cama, vio al lobo dormido y dijo:
― ¡Ya te encontré, viejo bribón! ¡Con el tiempo que llevaba buscándote!
El cazador iba a matar al lobo de un tiro; pero de pronto pensó que a lo mejor el lobo se había comido a la abuela, y en lugar de disparar su escopeta, buscó unas tijeras y le abrió al lobo la barriga, por si la abuela estaba aún viva. Y, al primer tijeretazo, vio una cosa roja, y era Caperucita; y enseguida salió la niña gritando:
― ¡Ay, qué susto más grande! ¡Ay, qué oscuro estaba en la barriga del lobo!
Y la abuelita salió también, medio muerta de miedo. 


Caperucita buscó en seguida  piedras bien grandes, le rellenó la barriga de piedras, y cuando el lobo se despertó y quiso echar a correr, se cayó al suelo, porque las piedras pesaban mucho. Se cayó, reventó y se murió. Y caperucita, la abuela y el cazador se pusieron muy contentos; el cazador se quedó con la piel del lobo; la abuela se comió el pastel y se bebió el vino, y se puso buena. Y Caperucita dijo:

― Ya no volveré a desobedecer a mi madre, y no saldré del camino cuando vaya sola por el bosque. 

FIN


miércoles, 19 de octubre de 2016

Rúmpeles Tíjeles



HABÍA UN MOLINERO muy pobre que tenía una hija muy guapa. Un buen día, el molinero se encontró con el rey y le dijo para presumir:
- Tengo una hija que es un portento; se pone a hilar la paja; y la convierte en oro.
- Caramba, caramba - Dijo el rey - Tengo que ver ese portento. Tráeme mañana tu hija a palacio.
Llevaron a la niña al palacio y el rey la acompañó a un cuarto lleno de paja, le dio una rueca para hilar y le dijo:
- Anda, ponte a hilar; mañana por la mañana, toda esta paja tiene que estar convertida en oro. Y si no lo has conseguido, te mandaré a matar.
El rey cerró con llave el cuarto y se marchó. Y la pobre hija del molinero, que no sabía convertir la paja en oro, se quedó allí encerrada son saber que hacer. Estaba tan asustada, que se echó a llorar; y en esto se abrió la puerta y entró un enanito y dijo:
- Buenas tardes, molinera. ¿Por qué lloras así?
- Ay, ay, ay! ¡Tengo que convertir toda esta paja en oro, y no sé!
- ¿Qué me das, si me pongo a hilar y convierto la paja en oro?
- Te daré mi collar.
El enano tomó el collar, se sentó en la rueca y empezó a hilar. Y cuando llegó la mañana, toda la paja del cuarto la había convertido en madejas de oro.
Salió el sol y el rey entró en su cuarto; vio las madejas de oro y se puso contentísimo. Y, como le gustaba mucho tener oro, dijo a la hija del molinero que tenía que hilar más; la llevó a un cuarto lleno de paja y dijo:
- ¡Conviérteme en oro toda esta paja, o te mandaré a matar!
La molinerita se quedó encerrada y se echó a llorar. Y otra vez apareció el enanito y le dijo:
- ¿Qué me das, si me pongo yo a hilar?
- Te daré la sortija que llevo en el dedo.
El enano tomó la sortija, empezó a hilar y por la mañana, toda la paja del cuarto se había convertido en madejas de oro. El rey se puso muy contento, pero todavía quería más oro. Llevó a la  niña a una habitación mucho más grande, llena de paja, y dijo:
- Si consigues hilar toda esta paja durante la noche, me casaré contigo.
El rey pensaba "Aunque sea la hija de un molinero, no encontraré en el mundo una mujer más rica que esta".
La niña se quedó sola, y el enanito se presentó otra vez y le dijo:
- ¿Qué me das, si te hilo toda esta paja?
- Ya no tengo nada para darte.
- Pues prométeme una cosa: cuando seas reina, me darás tu primer hijo.
La niña pensó: "¡Quién sabe lo que va a pasar!" y, como no tenía más remedio, prometió al enano su primer hijo a cambio de que le hilara la paja.  Por la mañana, cuando entró el rey, todo aquel montón de paja había desaparecido, y en su lugar había muchas madejas de oro.
El rey se puso muy contento, se casó con la hija del molinero y la hizo reina.
Pasó un año, y les nació un niño. La reina ya se había olvidado del enano, pero el enano no se había olvidado de la promesa; se presentó en el cuarto de la reina y le dijo:
- Cumple lo prometido: dame tu hijo.
La reina se quedó espantada; prometió al enano todos los tesoros de su reino, pero el enano sólo quería llevarse al niño y decía:
- No quiero tesoros; quiero algo vivo. Eso vale mucho más para mi.
La madre se echó a llorar, no quería dar su hijito al enano, y estaba tan desesperada que el enano al fin se compadeció y dijo:
- Bueno, esperaré tres días. Si para entonces has adivinado cómo me llamo, te podrás quedar con el niño.
La reina se pasó toda la noche pensando nombres, recordó todos los nombres que había oído en su vida, y mando un criado por todo el país para enterarse de todos los nombres que había. Por la mañana, cuando el enano entró en el cuarto, la reina empezó a decir nombres y nombres, desde Melchor, Gaspar y Baltazar hasta todos los demás. Pero a cada nombre, el enano decía:
- No me llamo así.
El segundo día, la reina envió más criados a enterarse de los nombres más raros de la tierra, y cuando llegó el enano se los iba diciendo:
- ¿Te llamas, por casualidad, Costillar? ¿Te llamas Patoso? ¿Te llamas Patilargo?
Pero el enano decía siempre:
- No me llamo así, no me llamo así.
Al tercer día, el criado volvió al palacio y dijo a la reina:
- No he encontrado ya más nombres, pero he llegado a un bosque en las montañas, muy lejos de aquí. Había una casita, y delante de la casita, una hoguera: y un enano muy feo estaba saltando a la pata coja delante de la hoguera y canturreaba:

"Hoy hago pan, mañana cerveza,
pasado mañana tendré gran riqueza:
al hijo del rey me voy a traer,
porque me llamo Rúmpeles-Tíjeles,
y nadie en el mundo lo puede saber". 


¡Qué alegría le entró a la reina cuando oyó aquel nombre!
Volvió el enano, y preguntó con mucha guasa:
- ¿Cómo me llamo? ¿Cómo me llamo?
La reina dijo, con mucha guasa también:
- Me parece que te llamas Kunz...
- ¡Que no, que no!
- Pues te llamarás Hinz...
- ¡Que no, que no!
- Pues te llamas, te llamas.... ¡Rúmpeles-Tíjeles!
- ¡Trampa, trampa! ¡Te lo ha dicho el diablo!
El enano estaba furioso. El enano empezó a patalear de rabia, y de las patadas que dio, se le hundió un pie en el suelo. Y entonces agarró el otro pie y tiró con tanta fuerza, que se rajó el cuerpo por la mitad.

 FIN.

"Cuentos de Los Hermanos Grimm" - Ilustraciones de Janusz Grabianski.


viernes, 14 de octubre de 2016

Juanito y Margarita

AL LADO DE UN BOSQUE grande vivía un leñador muy pobre con su mujer y dos hijos. El niño se llamaba Juanito y la niña Margarita. El padre era tan pobre que apenas tenía para darles de comer; y una vez, todo el país se quedó pobre y el leñador no podía dar a sus hijos ni un poco de pan; pasó toda la noche dando vueltas en la cama, pensando: "Dios mío, ¡Qué voy a hacer, qué voy a hacer...! ¡Ni siquiera puedo darle pan a los niños!
Y su mujer, que no era la madre de los niños, sino la madrastra, le dijo:
- Mira, vamos a hacer una cosa: mañana llevaremos los niños al bosque, bien adentro. Les encenderemos una hoguera, les daremos a cada uno un pedacito de pan que nos queda, y luego nos marcharemos a trabajar y los dejaremos allí solos.
- No, no, mujer. ¿Cómo vamos a hacer eso? Yo no dejo a mis niños solos en el bosque. Podrían comérselos las fieras. 
- Pues nos moriremos los cuatro de hambre, tonto. Ya puedes ir preparando unas tablas para hacernos ataúdes.
La mujer repetía lo mismo y no dejaba en paz al hombre; y por fin le convenció, aunque a él le daba mucha pena dejar en el bosque a sus hijos.
Pero los niños, que estaban despiertos porque no podían dormirse del hambre que tenían, oyeron lo que decía la madrastra, y Margarita se echó a llorar y dijo a Juanito:
- ¡Mira lo que van a hacer con nosotros! ¡Nos comerán las fieras!
- Calla, Margarita - Dijo su hermano - Calla, no llores así. Yo sabré arreglármelas.
Y en cuanto el padre y la madrastra se quedaron dormidos, Juanito se levantó de la cama, se vistió y salió de la casa. Había luna llena, y las piedrecitas blancas del camino que brillaban como monedas de plata. Juanito se agachó y empezó a guardarse en los bolsillos todas las piedrecitas que pudo, y luego volvió a su cuarto y dijo a Margarita:
- Ya está, hermana; no llores ya más y duérmete. Dios no nos abandonará.
Y al día siguiente, antes de salir el sol, la madrastra fue a despertar a los niños.
- ¡Arriba, perezosos! ¡A levantarse! ¡Vamos al bosque a recoger leña!
Dio a cada uno un pedacito de pan y les dijo:
- Esto es para la comida; no os lo comáis antes de tiempo porque no hay más.
Margarita se metió el pan debajo del delantal, porque Juanito tenía los bolsillos llenos de piedrecitas; todos se fueron al bosque.
Y Juanito se paraba a cada momento y miraba a la casa, hasta que su padre le dijo:
- Juanito, ¿Qué haces todo el tiempo, mirando para atrás? ¡Anda, date prisa!
- Padre, estoy mirando a mi gatito blanco, que está en el tejado diciéndome adiós.
La madrastra dijo:
- ¡Tonto, más que tonto! Eso no es tu gato, sino el sol que da ya en la chimenea.
Pero Juanito no miraba el gato; se volvía para tirar con disimulo una piedra, y luego otra, y otra, para señalar el camino. Cuando llegaron al centro del bosque, el padre dijo:
- Niños, id recogiendo leña, y yo os encenderé una hoguera para que no tengáis frío.
Juanito y Margarita reunieron muchas ramitas secas; encendieron la hoguera, y cuando ya ardía bien, la madrastra dijo:
- Acercaos al fuego, pequeños; descansad ahora, que nosotros nos vamos a cortar unos árboles por el bosque. En cuanto terminemos, volveremos a buscaros.




Los hermanos se sentaron junto a la hoguera; al mediodía comieron el pan. Oían golpes de hacha y creían que su padre andaba cerca; pero lo que se oía no eran hachazos, sino una rama seca que el padre había atado a un árbol, y el viento la hacía chocar con el tronco. Los niños se quedaron allí mucho tiempo, y al fin se durmieron porque estaban cansados. Era ya muy de noche cuando se despertaron. Margarita empezó a llorar:



 - ¡Ay, ay! ¿Cómo vamos a salir del bosque?
- No llores, hermana, espera un poco, y en cuanto salga la luna encontraremos el camino.
La luna salió. Juanito dio la mano a su hermana, y fue siguiendo el camino de las piedrecitas que había ido echando al suelo por la mañana. Estuvieron caminando toda la noche, y llegaron a su casa cuando estaba amaneciendo. 

Llamaron a la puerta; 
y la madrastra abrió, y al verlos, gritó:
- ¡Qué niños! ¡Habráse visto! ¡Toda la noche dormidos en el bosque, y vuestro padre y yo sin saber donde estabais! ¡Vaya susto que nos habéis dado!


Pero el padre se puso muy contento al verlos, porque estaba muy triste por haberlos abandonado.
Pasó algún tiempo, y el país volvió a quedarse muy pobre. Y una noche, los niños oyeron otra vez que la madrastra decía:
- Ya nos hemos vuelto a quedar sin comida; solo nos queda medio pan, y luego, nada. Tenemos que abandonar a los niños. Esta vez los llevaremos más adentro en el bosque, para que no sepa volver. No hay más remedio, si no queremos morirnos todos de hambre.
Al padre le daba mucha pena abandonar a sus hijos, pero la madrastra no le hacía caso, porque en el fondo no quería nada a los hijos del leñador.
Era muy mala, y el pobre hombre no sabía llevarle la contraria. Pero los niños estaban despiertos como la otra vez, y lo oyeron todo; pero cuando el leñador y la  mujer se durmieron, Juanito se levantó para recoger piedras del camino, pero la madrastra había dejado cerrada la puerta con llave y no pudo salir de la casa; y Margarita lloraba sin parar.
- No llores así, hermana; duerme y no llores más, que Dios nos ayudará.
A la mañana siguiente, la madrastra los despertó y les dio un pedacito de pan a cada uno, un pedacito más pequeño que la otra vez. Y cuando iban por el bosque, Juanito partía su pan en miguitas y de vez en cuando se volvía y echaba una miguita al suelo. Su padre le dijo:
- Hijo, ¿Por qué te vuelves a cada paso? ¡Anda, de prisa!
- Es que estoy mirando mi palomita, que me dice adiós desde el tejado.
- ¡Este niño es tonto! - dijo la madrastra - No es la palomita, sino el sol que ya da en la chimenea.
Pero Juanito ya lo sabía; lo que quería era marcar el camino con migas de pan.
La mujer llevó a los niños a lo más profundo del bosque, donde no habían estado nunca. Encendieron una hoguera bien grande, y la mujer dijo:
- Niños, quedaos aquí sentaos; si os cansáis, dormid un poco. Nosotros nos vamos a cortar leña, y por la noche os recogeremos.
Al mediodía, Margarita repartió su pan con su hermano, porque él había gastado su pedazo en echar miguitas por el camini. Luego se echaron a dormir y llegó la noche, pero el leñador y la mujer no fueron a buscarlos. Los niños despertaron ya muy de noche; Margarita se echó a llorar, pero Juanito la consoló diciendo:
- Espera a que salga la luna; entonces veremos las miguitas de pan y podremos volver a casa.
La luna salió. Los niños quisieron volver a su casa, pero no pudieron ver las migas de pan, porque se las habían llevado los pájaros del bosque. Juanito dijo a su hermana:
- No te asustes; ya encontraremos el camino.
Pero no encontraban el camino. Estuvieron andando toda la noche y todo el día siguiente, y no podían salir del bosque. Tenían mucho hambre, y comían algunas frambuesas y grosellas pero con eso no se les quitaba el hambre. Estaban ya tan cansados, que se echaron a dormir. Y al tercer día siguieron andando, y cada vez se perdían más en el bosque. Iban a morirse de hambre si no los encontraba alguien. A mediodía, vieron un pájaro blanco en la rama de un árbol; era un pájaro precioso y cantaba muy bien. De pronto dejó de cantar, abrió las alas y echó a volar, y los niños lo siguieron. Y en ésto, llegaron a una casita, y el pájaro se poso en el tejado. Los niños se acercaron y vieron que la casita era de pan y bizcocho, y las ventanas de azúcar.
- ¡Mira, Margarita! - Gritó Juanito - ¡Ahora si que vamos a comer a gusto! ¡Voy a dar un mordisco al tejado, y tú puedes probar las ventanas, que son dulces!
Juanito se subió al tejado y dio un mordisco, para probar; Margarita empezó a comerse los cristales de azúcar de la ventana. Y en aquel momento oyeron una vocecita dentro de la casa:

"Oigo ruido de dientecitos.
¿Quién se come mi tejadito?"

Los niños contestaron:

"Es el viento desatado
que se lleva tu tejado"

Y siguieron comiendo, sin preocuparse. A Juanito le estaba gustando mucho el sabor del tejado y arrancó un gran pedazo. Y Margarita sacó un cristal entero y se sentó a comérselo. 


Y de pronto, la puerta de la casita se abrió y apareció una mujer viejísima, apoyada en un bastón. Juanito y Margarita se asustaron tanto, que dejaron caer las golosinas que habían recogido; pero la vieja empezó a mover la cabeza, y dijo:
- ¡Ay, que niños más monos! ¿Quién los ha traído aquí? Entrad a mi casita y quedaos conmigo, que no os pasará nada malo.
Les dio la mano, los metió en la casa y les sacó una comida muy buena: leche, bollos, manzanas y nueces. Después les preparó dos camas con sábanas bien blancas, y los niños se acostaron contentísimos.
Aquella vieja se las echaba de buena, pero era una bruja malísima, que había hecho su casa de golosinas para que los niños se acercaran y cuando llegaba allí algún niño, lo encerraba, lo mataba y se lo comía asado. Los niños asados le gustaban mucho. Las brujas tienen los ojos colorados y son cortas de vista: pero tienen la nariz muy fina, como los animales, y huelen a las personas a mucha distancia.
En cuanto notó que se acercaban Juanito y Margarita, se echó a reír y dijo:
- ¡Ya los tengo! ¡No se escaparán!
Se levantó muy temprano, antes que los niños se despertaran, y se los quedó mirando; se fijó en sus carrrillitos colorados y pensó: "¡Ja, ja! ¡Menudo banquete me voy a dar con estos dos!"
Entonces agarró a Juanito y lo llevó a un corral y lo encerró detrás de una reja; Juanito chilló como un loco, pero no le sirvió de nada.
Luego fue la bruja a buscar a Margarita y la despertó sacudiéndola y gritando:
- ¡Arriba, perezosa! ¡Ahora mismo, ve a buscar agua y a prepararle una buena comida a tu hermano, para que engorde mucho y me lo pueda comer!
Margarita echó a llorar, pero no le sirvió de nada; tenía que obedecer a la bruja. Y al pobre Juanito le hacían  comer todo lo que le llevaban, para que engordase; y a Margarita no le daba más que las cáscaras de cangrejo.

La bruja, iba todas las mañanas al corral y decía:
- Juanito, saca el dedo. Quiero ver si ya estás gordito.
Pero Juanito, que no era tonto, en vez de sacar un dedo sacaba un huecesito;  y la bruja, que veía muy mal, creía que era el dedo del niño y le extrañaba mucho que no engordara con todo lo que comía.
Pasaron cuatro semanas, y como Juanito no engordaba, la bruja perdió la paciencia y dijo a Margarita:
- ¡Hala, tráeme agua! Gordo o flaco, voy a matarlo y a comérmelo.
¡Cómo lloro Margarita al llevar el agua para guisar a su hermano! no hacía más que rezar.
- ¡Dios mío, ayúdanos! ¡Hubiera sido mejor que nos comieran las fieras en el bosque a los dos juntos!
- ¡Basta de lloriqueos! - Gritó la bruja - ¡No te servirán de nada!





Por la mañana, muy temprano, Margarita tuvo que encender el fuego y poner encima una olla con agua. La bruja dijo:
- Vamos a hacer pan primero. He encendido el horno y tengo preparada la masa.
Llevó a la niña al horno del pan, donde había ya unas llamas muy grandes.
- Asómate, para ver si está bastante caliente.
Lo que quería la bruja, era meter a Margarita dentro del horno para asarla y comérsela también; pero Margarita tampoco era tonta y dijo:
- No sé cómo entrar ahí en el horno.
- ¡Tonta, más que tonta! la puerta del horno es bastante grande, mira.



Y metió la cabeza por la boca del horno, para que la niña aprendiera. Pero entonces, Margarita le dio un empujón a la bruja, la metió dentro del horno y cerró la puerta. ¡Cómo gritaba la bruja dentro del horno! Daba unos chillidos horribles. Pero Margarita no hizo caso y corrió a buscar  a su hermano, abrió el corral y le dijo:
- ¡Estamos salvados! ¡La bruja ya se ha muerto!
Juanito salió del corral como un pájaro al que le abren la jaula. ¡Qué alegría les entró a los dos! se dieron besos y abrazos, saltaron y bailaron. Y como ya no tenían miedo, entraron en la casa de la bruja y encontraron perlas y brillantes en todos los rincones.
- Esto es mejor que las piedrecitas que yo recogía  - Dijo Juanito; se lleno los bolsillos de piedras preciosas, y Margarita dijo:
- Yo también quiero llevarme algo a casa.
Ató en su delantal aquellos tesoros, y entonces, Juanito dijo:
- Será mejor que nos marchemos enseguida. Estoy deseando salir del bosque de la bruja.
Caminaron unas cuantas horas y llegaron a un río muy grande.
- No podemos pasar - Dijo Juanito - No veo ni puentes ni barcas.
- Pero por allí va nadando un pato blanco. A lo mejor nos pasa el rio, si se lo pido - Dijo Margarita.
Y empezó a cantar:

" Pato, patito, No hay barca ni puente
pásanos el río que tenemos frío"  

El patito se acercó enseguida a la orilla, y Juanito se montó encima de él y dijo a su hermana que montara detrás.
- No, que el patito no podrá con los dos; que te lleve a ti primero y luego vuelva por mi. 
Así lo hizo el patito; y cuando los dos hermanos estuvieron en la otra orilla y se metieron otra vez en el bosque, reconocieron los caminos que llevaban a su casa. Entonces echaron a correr, entraron en la casa como torbellinos y se echaron en brazos de su padre. Y el pobre leñador, que había estado tan triste todo aquel tiempo, lloraba de alegría. La Madrastra se había muerto ya, y todos  se pusieron muy contentos. Margarita desató su delantal, y todas las perlas y brillantes que llevaba salieron rodando por el cuarto; Juanito empezó a tirar al aire puñados de perlas. Todas sus penas se habían terminado ya. Desde aquel día, vivieron felices los tres juntos.-

     

FIN

"Cuentos de Los Hermanos Grimm" - Ilustraciones de Janusz Grabianski.

  





La Bella Durmiente del Bosque

HACE MUCHO TIEMPO, había un rey y una reina. Y todos los días decían:
- ¡Cómo nos gustaría tener un hijo!
Y un día, la reina se estaba bañando en un rio, y de pronto salió del agua una rana y le dijo:
- Se cumplirá lo que deseas. Antes de un año, tendrás una hija.
Y así ocurrió: los reyes tuvieron una niña tan bonita, que estaban locos de alegría. Dieron una fiesta preciosa, y entre los invitados estaban todos sus parientes, sus amigos y toda la gente que conocían, y además las hadas. Las habían invitado para que hicieran regalos maravillosos a la niña. Eran trece las hadas de aquel reino; pero los reyes no tenían más que doce platos de oro para servirles la coida, y por eso no invitaron a la fiesta más que a doce hadas.


Fue una fiesta magnífica, y al final, las hadas dieron sus regalos a la niña: un hada le dio la bondad; otra la belleza; otra la riqueza. Así fueron todas las hadas regalando a la niña las mejores cosas de este mundo.
Ya habían pasado once hadas junto a la cuna de la niña, y sólo faltaba una. Pero en aquel momento, entró el hada a la que no habían invitado: estaba muy enfadada y quería vengarse. Y, sin saludar ni mirar a nadie, se acercó a la niñita y gritó:
-¡Cuando esta niña cumpla quince años, se pinchará con un huso y morirá!
En cuanto dijo aquello, se marchó corriendo el hada mala. Todos los que estaban en la fiesta se quedaron muy asustados. Entonces, el hada numero doce, que todavía no había concedido nada a la niña, quiso hacer algo para quitar el mal hechizo, y dijo:
- No, no se morirá esta niña a los quince años, sólo se quedará dormida y estará durmiendo cien años.
Pasó el tiempo; el rey, para proteger a su niña del hechizo del hada mala, mandó a que quemaran todos los husos del reino. Mientras tanto, la niña iba creciendo con todas las cosas buenas que le habían concedido las hadas: era muy guapa, muy buena, muy lista, y todo el mundo la quería mucho.



El día que cumplió quince años, el rey y la reina estaban de viaje, y la niña se quedó sola.  Empezó a recorrer todo el castillo, y se metió por los cuartos que no conocía y por todas las torres: llegó a una torre muy antigua, subió por una escalerilla y al final vio una puerta pequeña; en la cerradura había una llave y la niña abrió. Entonces vio un cuartito, donde estaba una mujer muy viejecita que hilaba lino con un huso.
- Buenos días, abuela - Dijo la princesita - ¿Qué estás haciendo?
- Estoy hilando - Dijo la vieja.
- Y  eso que da vueltas ¿Qué es?
La niña no había visto nunca hilar a nadie, y tomó el huso de la vieja para verlo bien; pero cuando lo tocó, se pincho un dedo y se cayó sobre la cama que había en el cuarto, y se quedó dormida.
Y, en aquel momento, todos los del castillo se quedaron también dormidos: el rey y la reina, que acababan de entrar, se quedaron dormidos en e salón del trono y todos los de la corte se durmieron de repente también. Y los caballos se durmieron en la cuadra, y los perros se durmieron en el patio, las palomas en el tejado y las moscas en la pared. Y hasta el fuego se durmió en la chimenea; y el cocinero que iba a tirar las orejas de un pinche por alguna travesura, soltó al chico, y los dos se quedaron dormidos. Y el viento se durmió, y las hojas de los árboles se quedaron quietas...



Y entonces, alrededor del castillo empezó a crecer un muro de zarzas; creció y creció, cada año un poco más, hasta que cubrió todo el castillo y no se veía la bandera de la torre más alta. Y aquellas zarzas daban rositas silvestres, y por todo el país se contaba la historia de la hermosa hija del rey, que estaba dormida con sus padres y toda su corte en un castillo escondido entre las zarzas. De vez en cuando, llegaba a aquella tierra un príncipe que quería pasar entre las zarzas para ver el castillo encantado; pero las zarzas enredaban al que se acercaba, y no lo soltaban más.
Pasaron muchos años,  y llegó a aquella tierra un príncipe que oyó contar a un viejecito la historia del muro de zarzas y del castillo encantado, donde dormía una princesa muy bonita con toda su corte, el viejo le  contó también que muchos príncipes habían llegado allí y habían querido pasar por las zarzas, pero se habían enredado y se habían muerto. Al oír aquello, dijo el príncipe:
-Yo no tengo miedo. Iré a ver a la princesa dormida.
El viejo le dijo que no debía ir, pero el príncipe no hizo caso. Y resultó que aquel día se cumplieron cien años del sueño de la princesa, y era el día en que tenía que despertar. Y cuando el príncipe llegó al muro de zarzas, todas las zarzas estaban llenas de flores, y se abrieron para dejarle pasar, y luego se cerraron en cuanto él pasó. Entró en el patio del castillo y vio a los caballos y a los perros tumbados, durmiendo; y vio a las palomas durmiendo sobre el tejado, con la cabeza debajo del ala; vio las moscas dormidas en la pared, y al cocinero dormido con el brazo levantado para pegarle al pinche, y a una criada sentada y dormida a medio desplumar un pollo. Siguió andando por el castillo, y vio el salón del trono del rey y la reina dormidos con toda su corte. Y no se escuchaba nada en todo el castillo porque todos dormían.



El príncipe recorrió todos los cuartos y llegó a la torre donde estaba la princesita dormida. La vio allí echada sobre la cama; y era tan bonita, que el príncipe no se cansaba de mirarla. Entonces se acercó y le dio un beso.
Y en aquel momento, la princesa abrió los ojos, y se quedó mirando al príncipe; luego bajó con él, y el rey y la reina se despertaron con todos los de la corte, los caballos se levantaron y los perros se estiraron y se sacudieron; las palomas del tejado sacaron la cabeza de debajo del ala, miraron a su alrededor y echaron a volar; las moscas empezaron a andar otra vez en la pared; el fuego saltó en las chimeneas; y la comida volvió a cocer en los pucheros; el cocinero, que tenía el brazo levantado, le dio al pinche una bofetada; el pinche se puso a llorar, la criada siguió desplumando al pollo como si no hubiera pasado nada, y la princesita dijo que quería casarse con aquel príncipe y celebraron la boda con una fiesta espléndida. Desde entonces vivieron felices.-



 FIN.