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lunes, 2 de septiembre de 2024

CAPERUCITA ROJA

 

Cuento de los Hermanos Grimm con ilustraciones de Janusz Gravianski


HABÍA UNA NIÑA tan buena, tan cariñosa, que todos la querían; y la que más la quería era su abuelita. La abuelita ya no sabía qué regalar a su nieta la mimaba muchísimo. Una vez le regaló una gorrita de terciopelo rojo; la niña estaba muy guapa con ella, y no se la quitaba nunca. Y la gente la empezó a llamar Caperucita Roja.
Un día, su madre le dijo:
― Ven, Caperucita; quiero que lleves a la abuela este pastel y esta botella de vino. La pobre abuelita está mala, y hay que darle cosas ricas para que se ponga fuerte. Será mejor que te vayas ahora, antes de que haga más calor; no corras ni salgas del camino; no se vaya a romper la botella y la abuelita se quede sin vino. Y cuando llegues a su casa, no empieces a curiosear por todos los rincones; di primero buenos días, como una niña bien educada. 
  Descuida, madre; haré bien el recado  Dijo Caperucita.
La abuela vivía lejos, en el bosque, a media hora del pueblo; y cuando Caperucita entró en el bosque se encontró con el lobo. Caperucita no sabía que el lobo era malo, y no se asustó. 
― Buenos días, Caperucita   dijo el lobo.
― Buenos días, lobo   Dijo Caperucita.
― ¿Dónde vas tan de mañana?  le preguntó el lobo. 
― Voy a casa de mi abuelita  contestó Caperucita.
― ¡Qué llevas en el delantal?  Preguntó el lobo


― Llevo un pastel y vino para mi abuelita, que está mala.

― ¿Dónde vive tu abuelita?

  Vive aquí en el bosque, junto a los tres robles grandes, al lado de los avellanos: seguro que has visto su casa.

Y el lobo pensó: "¡Qué gordita está esta niña, y qué tierna debe ser! Estará mucho más rica que su abuela. Voy a ver si me las como a las dos"

El lobo caminó un rato al lado de Caperucita, y luego dijo:

― Caperucita, mira que flores más bonitas hay por aquí. ¿Por qué no llevas algunas a tu abuela?

Caperucita miró las flores; estaban preciosas allí en el bosque, al sol.

― Sí, lobo, tienes razón; voy a coger un ramo para mi abuelita. Es muy temprano y tengo tiempo. 

Salió del camino y empezó a coger flores; y siempre veía una flor todavía más bonita un poco más allá. Se fue alejando del camino, y el lobo echó a correr para llegar antes a casa de la abuela; llegó y llamó.

― ¿Quién llama?  preguntó la abuela.

― Soy Caperucita, y te traigo pastel y vino. ¡Ábreme, abuelita!

― ¡Corre el cerrojo! Yo estoy muy floja y no me puedo levantar.

El lobo corrió el cerrojo, abrió la puerta, saltó hacia la cama de la abuela y se la tragó. Y luego se puso su ropa, se ató su gorro, se metió en la cama y cerró las cortinas. 

Caperucita, en el bosque, tenía ya un ramo muy grande; no le cabía ni una flor más. Echó a correr y llegó a la casa de su abuela. Le extrañó ver la puerta abierta; y al entrar en la habitación, sin saber por qué, se asustó un poco, y pensó: "¡Qué raro! No sé por qué estoy asustada, con lo que me gusta venir a casa de la abuela".  


Y entonces se acercó a la cama, y dijo:
― Abuelita, buenos días.
Nadie contestó; la niña descorrió las cortinas de la cama, y allí vio a su abuela muy tapada y con el gorro de dormir metido hasta las narices. 
― Abuelita, ¡qué orejas más grandes tienes!
―  Para oírte mejor...
― Abuelita, ¡qué ojos más grandes tienes!
―  Para verte mejor...
― Abuelita, ¡qué manos más grandes tienes!
―  ¡Para cogerte mejor!
― Abuelita, ¡qué boca más grande tienes!
―  ¡Para comerte mejor!
El lobo dio un salto y ¡se tragó a Caperucita! Ya había comido bien, y se volvió a meter en la cama y se quedó dormido. Empezó a roncar, a roncar, con unos ronquidos tremendos; y un cazador que pasaba por allí, al oír aquellos ronquidos, pensó "¡Caramba con la abuelita, qué manera de roncar! Voy a entrar, no sea que se encuentre mala"
El cazador entró, se acercó a la cama, vio al lobo dormido y dijo:
― ¡Ya te encontré, viejo bribón! ¡Con el tiempo que llevaba buscándote!
El cazador iba a matar al lobo de un tiro; pero de pronto pensó que a lo mejor el lobo se había comido a la abuela, y en lugar de disparar su escopeta, buscó unas tijeras y le abrió al lobo la barriga, por si la abuela estaba aún viva. Y, al primer tijeretazo, vio una cosa roja, y era Caperucita; y enseguida salió la niña gritando:
― ¡Ay, qué susto más grande! ¡Ay, qué oscuro estaba en la barriga del lobo!
Y la abuelita salió también, medio muerta de miedo. 


Caperucita buscó en seguida  piedras bien grandes, le rellenó la barriga de piedras, y cuando el lobo se despertó y quiso echar a correr, se cayó al suelo, porque las piedras pesaban mucho. Se cayó, reventó y se murió. Y caperucita, la abuela y el cazador se pusieron muy contentos; el cazador se quedó con la piel del lobo; la abuela se comió el pastel y se bebió el vino, y se puso buena. Y Caperucita dijo:

― Ya no volveré a desobedecer a mi madre, y no saldré del camino cuando vaya sola por el bosque. 

FIN


miércoles, 19 de octubre de 2016

Rúmpeles Tíjeles



HABÍA UN MOLINERO muy pobre que tenía una hija muy guapa. Un buen día, el molinero se encontró con el rey y le dijo para presumir:
- Tengo una hija que es un portento; se pone a hilar la paja; y la convierte en oro.
- Caramba, caramba - Dijo el rey - Tengo que ver ese portento. Tráeme mañana tu hija a palacio.
Llevaron a la niña al palacio y el rey la acompañó a un cuarto lleno de paja, le dio una rueca para hilar y le dijo:
- Anda, ponte a hilar; mañana por la mañana, toda esta paja tiene que estar convertida en oro. Y si no lo has conseguido, te mandaré a matar.
El rey cerró con llave el cuarto y se marchó. Y la pobre hija del molinero, que no sabía convertir la paja en oro, se quedó allí encerrada son saber que hacer. Estaba tan asustada, que se echó a llorar; y en esto se abrió la puerta y entró un enanito y dijo:
- Buenas tardes, molinera. ¿Por qué lloras así?
- Ay, ay, ay! ¡Tengo que convertir toda esta paja en oro, y no sé!
- ¿Qué me das, si me pongo a hilar y convierto la paja en oro?
- Te daré mi collar.
El enano tomó el collar, se sentó en la rueca y empezó a hilar. Y cuando llegó la mañana, toda la paja del cuarto la había convertido en madejas de oro.
Salió el sol y el rey entró en su cuarto; vio las madejas de oro y se puso contentísimo. Y, como le gustaba mucho tener oro, dijo a la hija del molinero que tenía que hilar más; la llevó a un cuarto lleno de paja y dijo:
- ¡Conviérteme en oro toda esta paja, o te mandaré a matar!
La molinerita se quedó encerrada y se echó a llorar. Y otra vez apareció el enanito y le dijo:
- ¿Qué me das, si me pongo yo a hilar?
- Te daré la sortija que llevo en el dedo.
El enano tomó la sortija, empezó a hilar y por la mañana, toda la paja del cuarto se había convertido en madejas de oro. El rey se puso muy contento, pero todavía quería más oro. Llevó a la  niña a una habitación mucho más grande, llena de paja, y dijo:
- Si consigues hilar toda esta paja durante la noche, me casaré contigo.
El rey pensaba "Aunque sea la hija de un molinero, no encontraré en el mundo una mujer más rica que esta".
La niña se quedó sola, y el enanito se presentó otra vez y le dijo:
- ¿Qué me das, si te hilo toda esta paja?
- Ya no tengo nada para darte.
- Pues prométeme una cosa: cuando seas reina, me darás tu primer hijo.
La niña pensó: "¡Quién sabe lo que va a pasar!" y, como no tenía más remedio, prometió al enano su primer hijo a cambio de que le hilara la paja.  Por la mañana, cuando entró el rey, todo aquel montón de paja había desaparecido, y en su lugar había muchas madejas de oro.
El rey se puso muy contento, se casó con la hija del molinero y la hizo reina.
Pasó un año, y les nació un niño. La reina ya se había olvidado del enano, pero el enano no se había olvidado de la promesa; se presentó en el cuarto de la reina y le dijo:
- Cumple lo prometido: dame tu hijo.
La reina se quedó espantada; prometió al enano todos los tesoros de su reino, pero el enano sólo quería llevarse al niño y decía:
- No quiero tesoros; quiero algo vivo. Eso vale mucho más para mi.
La madre se echó a llorar, no quería dar su hijito al enano, y estaba tan desesperada que el enano al fin se compadeció y dijo:
- Bueno, esperaré tres días. Si para entonces has adivinado cómo me llamo, te podrás quedar con el niño.
La reina se pasó toda la noche pensando nombres, recordó todos los nombres que había oído en su vida, y mando un criado por todo el país para enterarse de todos los nombres que había. Por la mañana, cuando el enano entró en el cuarto, la reina empezó a decir nombres y nombres, desde Melchor, Gaspar y Baltazar hasta todos los demás. Pero a cada nombre, el enano decía:
- No me llamo así.
El segundo día, la reina envió más criados a enterarse de los nombres más raros de la tierra, y cuando llegó el enano se los iba diciendo:
- ¿Te llamas, por casualidad, Costillar? ¿Te llamas Patoso? ¿Te llamas Patilargo?
Pero el enano decía siempre:
- No me llamo así, no me llamo así.
Al tercer día, el criado volvió al palacio y dijo a la reina:
- No he encontrado ya más nombres, pero he llegado a un bosque en las montañas, muy lejos de aquí. Había una casita, y delante de la casita, una hoguera: y un enano muy feo estaba saltando a la pata coja delante de la hoguera y canturreaba:

"Hoy hago pan, mañana cerveza,
pasado mañana tendré gran riqueza:
al hijo del rey me voy a traer,
porque me llamo Rúmpeles-Tíjeles,
y nadie en el mundo lo puede saber". 


¡Qué alegría le entró a la reina cuando oyó aquel nombre!
Volvió el enano, y preguntó con mucha guasa:
- ¿Cómo me llamo? ¿Cómo me llamo?
La reina dijo, con mucha guasa también:
- Me parece que te llamas Kunz...
- ¡Que no, que no!
- Pues te llamarás Hinz...
- ¡Que no, que no!
- Pues te llamas, te llamas.... ¡Rúmpeles-Tíjeles!
- ¡Trampa, trampa! ¡Te lo ha dicho el diablo!
El enano estaba furioso. El enano empezó a patalear de rabia, y de las patadas que dio, se le hundió un pie en el suelo. Y entonces agarró el otro pie y tiró con tanta fuerza, que se rajó el cuerpo por la mitad.

 FIN.

"Cuentos de Los Hermanos Grimm" - Ilustraciones de Janusz Grabianski.


viernes, 14 de octubre de 2016

Juanito y Margarita

AL LADO DE UN BOSQUE grande vivía un leñador muy pobre con su mujer y dos hijos. El niño se llamaba Juanito y la niña Margarita. El padre era tan pobre que apenas tenía para darles de comer; y una vez, todo el país se quedó pobre y el leñador no podía dar a sus hijos ni un poco de pan; pasó toda la noche dando vueltas en la cama, pensando: "Dios mío, ¡Qué voy a hacer, qué voy a hacer...! ¡Ni siquiera puedo darle pan a los niños!
Y su mujer, que no era la madre de los niños, sino la madrastra, le dijo:
- Mira, vamos a hacer una cosa: mañana llevaremos los niños al bosque, bien adentro. Les encenderemos una hoguera, les daremos a cada uno un pedacito de pan que nos queda, y luego nos marcharemos a trabajar y los dejaremos allí solos.
- No, no, mujer. ¿Cómo vamos a hacer eso? Yo no dejo a mis niños solos en el bosque. Podrían comérselos las fieras. 
- Pues nos moriremos los cuatro de hambre, tonto. Ya puedes ir preparando unas tablas para hacernos ataúdes.
La mujer repetía lo mismo y no dejaba en paz al hombre; y por fin le convenció, aunque a él le daba mucha pena dejar en el bosque a sus hijos.
Pero los niños, que estaban despiertos porque no podían dormirse del hambre que tenían, oyeron lo que decía la madrastra, y Margarita se echó a llorar y dijo a Juanito:
- ¡Mira lo que van a hacer con nosotros! ¡Nos comerán las fieras!
- Calla, Margarita - Dijo su hermano - Calla, no llores así. Yo sabré arreglármelas.
Y en cuanto el padre y la madrastra se quedaron dormidos, Juanito se levantó de la cama, se vistió y salió de la casa. Había luna llena, y las piedrecitas blancas del camino que brillaban como monedas de plata. Juanito se agachó y empezó a guardarse en los bolsillos todas las piedrecitas que pudo, y luego volvió a su cuarto y dijo a Margarita:
- Ya está, hermana; no llores ya más y duérmete. Dios no nos abandonará.
Y al día siguiente, antes de salir el sol, la madrastra fue a despertar a los niños.
- ¡Arriba, perezosos! ¡A levantarse! ¡Vamos al bosque a recoger leña!
Dio a cada uno un pedacito de pan y les dijo:
- Esto es para la comida; no os lo comáis antes de tiempo porque no hay más.
Margarita se metió el pan debajo del delantal, porque Juanito tenía los bolsillos llenos de piedrecitas; todos se fueron al bosque.
Y Juanito se paraba a cada momento y miraba a la casa, hasta que su padre le dijo:
- Juanito, ¿Qué haces todo el tiempo, mirando para atrás? ¡Anda, date prisa!
- Padre, estoy mirando a mi gatito blanco, que está en el tejado diciéndome adiós.
La madrastra dijo:
- ¡Tonto, más que tonto! Eso no es tu gato, sino el sol que da ya en la chimenea.
Pero Juanito no miraba el gato; se volvía para tirar con disimulo una piedra, y luego otra, y otra, para señalar el camino. Cuando llegaron al centro del bosque, el padre dijo:
- Niños, id recogiendo leña, y yo os encenderé una hoguera para que no tengáis frío.
Juanito y Margarita reunieron muchas ramitas secas; encendieron la hoguera, y cuando ya ardía bien, la madrastra dijo:
- Acercaos al fuego, pequeños; descansad ahora, que nosotros nos vamos a cortar unos árboles por el bosque. En cuanto terminemos, volveremos a buscaros.




Los hermanos se sentaron junto a la hoguera; al mediodía comieron el pan. Oían golpes de hacha y creían que su padre andaba cerca; pero lo que se oía no eran hachazos, sino una rama seca que el padre había atado a un árbol, y el viento la hacía chocar con el tronco. Los niños se quedaron allí mucho tiempo, y al fin se durmieron porque estaban cansados. Era ya muy de noche cuando se despertaron. Margarita empezó a llorar:



 - ¡Ay, ay! ¿Cómo vamos a salir del bosque?
- No llores, hermana, espera un poco, y en cuanto salga la luna encontraremos el camino.
La luna salió. Juanito dio la mano a su hermana, y fue siguiendo el camino de las piedrecitas que había ido echando al suelo por la mañana. Estuvieron caminando toda la noche, y llegaron a su casa cuando estaba amaneciendo. 

Llamaron a la puerta; 
y la madrastra abrió, y al verlos, gritó:
- ¡Qué niños! ¡Habráse visto! ¡Toda la noche dormidos en el bosque, y vuestro padre y yo sin saber donde estabais! ¡Vaya susto que nos habéis dado!


Pero el padre se puso muy contento al verlos, porque estaba muy triste por haberlos abandonado.
Pasó algún tiempo, y el país volvió a quedarse muy pobre. Y una noche, los niños oyeron otra vez que la madrastra decía:
- Ya nos hemos vuelto a quedar sin comida; solo nos queda medio pan, y luego, nada. Tenemos que abandonar a los niños. Esta vez los llevaremos más adentro en el bosque, para que no sepa volver. No hay más remedio, si no queremos morirnos todos de hambre.
Al padre le daba mucha pena abandonar a sus hijos, pero la madrastra no le hacía caso, porque en el fondo no quería nada a los hijos del leñador.
Era muy mala, y el pobre hombre no sabía llevarle la contraria. Pero los niños estaban despiertos como la otra vez, y lo oyeron todo; pero cuando el leñador y la  mujer se durmieron, Juanito se levantó para recoger piedras del camino, pero la madrastra había dejado cerrada la puerta con llave y no pudo salir de la casa; y Margarita lloraba sin parar.
- No llores así, hermana; duerme y no llores más, que Dios nos ayudará.
A la mañana siguiente, la madrastra los despertó y les dio un pedacito de pan a cada uno, un pedacito más pequeño que la otra vez. Y cuando iban por el bosque, Juanito partía su pan en miguitas y de vez en cuando se volvía y echaba una miguita al suelo. Su padre le dijo:
- Hijo, ¿Por qué te vuelves a cada paso? ¡Anda, de prisa!
- Es que estoy mirando mi palomita, que me dice adiós desde el tejado.
- ¡Este niño es tonto! - dijo la madrastra - No es la palomita, sino el sol que ya da en la chimenea.
Pero Juanito ya lo sabía; lo que quería era marcar el camino con migas de pan.
La mujer llevó a los niños a lo más profundo del bosque, donde no habían estado nunca. Encendieron una hoguera bien grande, y la mujer dijo:
- Niños, quedaos aquí sentaos; si os cansáis, dormid un poco. Nosotros nos vamos a cortar leña, y por la noche os recogeremos.
Al mediodía, Margarita repartió su pan con su hermano, porque él había gastado su pedazo en echar miguitas por el camini. Luego se echaron a dormir y llegó la noche, pero el leñador y la mujer no fueron a buscarlos. Los niños despertaron ya muy de noche; Margarita se echó a llorar, pero Juanito la consoló diciendo:
- Espera a que salga la luna; entonces veremos las miguitas de pan y podremos volver a casa.
La luna salió. Los niños quisieron volver a su casa, pero no pudieron ver las migas de pan, porque se las habían llevado los pájaros del bosque. Juanito dijo a su hermana:
- No te asustes; ya encontraremos el camino.
Pero no encontraban el camino. Estuvieron andando toda la noche y todo el día siguiente, y no podían salir del bosque. Tenían mucho hambre, y comían algunas frambuesas y grosellas pero con eso no se les quitaba el hambre. Estaban ya tan cansados, que se echaron a dormir. Y al tercer día siguieron andando, y cada vez se perdían más en el bosque. Iban a morirse de hambre si no los encontraba alguien. A mediodía, vieron un pájaro blanco en la rama de un árbol; era un pájaro precioso y cantaba muy bien. De pronto dejó de cantar, abrió las alas y echó a volar, y los niños lo siguieron. Y en ésto, llegaron a una casita, y el pájaro se poso en el tejado. Los niños se acercaron y vieron que la casita era de pan y bizcocho, y las ventanas de azúcar.
- ¡Mira, Margarita! - Gritó Juanito - ¡Ahora si que vamos a comer a gusto! ¡Voy a dar un mordisco al tejado, y tú puedes probar las ventanas, que son dulces!
Juanito se subió al tejado y dio un mordisco, para probar; Margarita empezó a comerse los cristales de azúcar de la ventana. Y en aquel momento oyeron una vocecita dentro de la casa:

"Oigo ruido de dientecitos.
¿Quién se come mi tejadito?"

Los niños contestaron:

"Es el viento desatado
que se lleva tu tejado"

Y siguieron comiendo, sin preocuparse. A Juanito le estaba gustando mucho el sabor del tejado y arrancó un gran pedazo. Y Margarita sacó un cristal entero y se sentó a comérselo. 


Y de pronto, la puerta de la casita se abrió y apareció una mujer viejísima, apoyada en un bastón. Juanito y Margarita se asustaron tanto, que dejaron caer las golosinas que habían recogido; pero la vieja empezó a mover la cabeza, y dijo:
- ¡Ay, que niños más monos! ¿Quién los ha traído aquí? Entrad a mi casita y quedaos conmigo, que no os pasará nada malo.
Les dio la mano, los metió en la casa y les sacó una comida muy buena: leche, bollos, manzanas y nueces. Después les preparó dos camas con sábanas bien blancas, y los niños se acostaron contentísimos.
Aquella vieja se las echaba de buena, pero era una bruja malísima, que había hecho su casa de golosinas para que los niños se acercaran y cuando llegaba allí algún niño, lo encerraba, lo mataba y se lo comía asado. Los niños asados le gustaban mucho. Las brujas tienen los ojos colorados y son cortas de vista: pero tienen la nariz muy fina, como los animales, y huelen a las personas a mucha distancia.
En cuanto notó que se acercaban Juanito y Margarita, se echó a reír y dijo:
- ¡Ya los tengo! ¡No se escaparán!
Se levantó muy temprano, antes que los niños se despertaran, y se los quedó mirando; se fijó en sus carrrillitos colorados y pensó: "¡Ja, ja! ¡Menudo banquete me voy a dar con estos dos!"
Entonces agarró a Juanito y lo llevó a un corral y lo encerró detrás de una reja; Juanito chilló como un loco, pero no le sirvió de nada.
Luego fue la bruja a buscar a Margarita y la despertó sacudiéndola y gritando:
- ¡Arriba, perezosa! ¡Ahora mismo, ve a buscar agua y a prepararle una buena comida a tu hermano, para que engorde mucho y me lo pueda comer!
Margarita echó a llorar, pero no le sirvió de nada; tenía que obedecer a la bruja. Y al pobre Juanito le hacían  comer todo lo que le llevaban, para que engordase; y a Margarita no le daba más que las cáscaras de cangrejo.

La bruja, iba todas las mañanas al corral y decía:
- Juanito, saca el dedo. Quiero ver si ya estás gordito.
Pero Juanito, que no era tonto, en vez de sacar un dedo sacaba un huecesito;  y la bruja, que veía muy mal, creía que era el dedo del niño y le extrañaba mucho que no engordara con todo lo que comía.
Pasaron cuatro semanas, y como Juanito no engordaba, la bruja perdió la paciencia y dijo a Margarita:
- ¡Hala, tráeme agua! Gordo o flaco, voy a matarlo y a comérmelo.
¡Cómo lloro Margarita al llevar el agua para guisar a su hermano! no hacía más que rezar.
- ¡Dios mío, ayúdanos! ¡Hubiera sido mejor que nos comieran las fieras en el bosque a los dos juntos!
- ¡Basta de lloriqueos! - Gritó la bruja - ¡No te servirán de nada!





Por la mañana, muy temprano, Margarita tuvo que encender el fuego y poner encima una olla con agua. La bruja dijo:
- Vamos a hacer pan primero. He encendido el horno y tengo preparada la masa.
Llevó a la niña al horno del pan, donde había ya unas llamas muy grandes.
- Asómate, para ver si está bastante caliente.
Lo que quería la bruja, era meter a Margarita dentro del horno para asarla y comérsela también; pero Margarita tampoco era tonta y dijo:
- No sé cómo entrar ahí en el horno.
- ¡Tonta, más que tonta! la puerta del horno es bastante grande, mira.



Y metió la cabeza por la boca del horno, para que la niña aprendiera. Pero entonces, Margarita le dio un empujón a la bruja, la metió dentro del horno y cerró la puerta. ¡Cómo gritaba la bruja dentro del horno! Daba unos chillidos horribles. Pero Margarita no hizo caso y corrió a buscar  a su hermano, abrió el corral y le dijo:
- ¡Estamos salvados! ¡La bruja ya se ha muerto!
Juanito salió del corral como un pájaro al que le abren la jaula. ¡Qué alegría les entró a los dos! se dieron besos y abrazos, saltaron y bailaron. Y como ya no tenían miedo, entraron en la casa de la bruja y encontraron perlas y brillantes en todos los rincones.
- Esto es mejor que las piedrecitas que yo recogía  - Dijo Juanito; se lleno los bolsillos de piedras preciosas, y Margarita dijo:
- Yo también quiero llevarme algo a casa.
Ató en su delantal aquellos tesoros, y entonces, Juanito dijo:
- Será mejor que nos marchemos enseguida. Estoy deseando salir del bosque de la bruja.
Caminaron unas cuantas horas y llegaron a un río muy grande.
- No podemos pasar - Dijo Juanito - No veo ni puentes ni barcas.
- Pero por allí va nadando un pato blanco. A lo mejor nos pasa el rio, si se lo pido - Dijo Margarita.
Y empezó a cantar:

" Pato, patito, No hay barca ni puente
pásanos el río que tenemos frío"  

El patito se acercó enseguida a la orilla, y Juanito se montó encima de él y dijo a su hermana que montara detrás.
- No, que el patito no podrá con los dos; que te lleve a ti primero y luego vuelva por mi. 
Así lo hizo el patito; y cuando los dos hermanos estuvieron en la otra orilla y se metieron otra vez en el bosque, reconocieron los caminos que llevaban a su casa. Entonces echaron a correr, entraron en la casa como torbellinos y se echaron en brazos de su padre. Y el pobre leñador, que había estado tan triste todo aquel tiempo, lloraba de alegría. La Madrastra se había muerto ya, y todos  se pusieron muy contentos. Margarita desató su delantal, y todas las perlas y brillantes que llevaba salieron rodando por el cuarto; Juanito empezó a tirar al aire puñados de perlas. Todas sus penas se habían terminado ya. Desde aquel día, vivieron felices los tres juntos.-

     

FIN

"Cuentos de Los Hermanos Grimm" - Ilustraciones de Janusz Grabianski.

  





La Bella Durmiente del Bosque

HACE MUCHO TIEMPO, había un rey y una reina. Y todos los días decían:
- ¡Cómo nos gustaría tener un hijo!
Y un día, la reina se estaba bañando en un rio, y de pronto salió del agua una rana y le dijo:
- Se cumplirá lo que deseas. Antes de un año, tendrás una hija.
Y así ocurrió: los reyes tuvieron una niña tan bonita, que estaban locos de alegría. Dieron una fiesta preciosa, y entre los invitados estaban todos sus parientes, sus amigos y toda la gente que conocían, y además las hadas. Las habían invitado para que hicieran regalos maravillosos a la niña. Eran trece las hadas de aquel reino; pero los reyes no tenían más que doce platos de oro para servirles la coida, y por eso no invitaron a la fiesta más que a doce hadas.


Fue una fiesta magnífica, y al final, las hadas dieron sus regalos a la niña: un hada le dio la bondad; otra la belleza; otra la riqueza. Así fueron todas las hadas regalando a la niña las mejores cosas de este mundo.
Ya habían pasado once hadas junto a la cuna de la niña, y sólo faltaba una. Pero en aquel momento, entró el hada a la que no habían invitado: estaba muy enfadada y quería vengarse. Y, sin saludar ni mirar a nadie, se acercó a la niñita y gritó:
-¡Cuando esta niña cumpla quince años, se pinchará con un huso y morirá!
En cuanto dijo aquello, se marchó corriendo el hada mala. Todos los que estaban en la fiesta se quedaron muy asustados. Entonces, el hada numero doce, que todavía no había concedido nada a la niña, quiso hacer algo para quitar el mal hechizo, y dijo:
- No, no se morirá esta niña a los quince años, sólo se quedará dormida y estará durmiendo cien años.
Pasó el tiempo; el rey, para proteger a su niña del hechizo del hada mala, mandó a que quemaran todos los husos del reino. Mientras tanto, la niña iba creciendo con todas las cosas buenas que le habían concedido las hadas: era muy guapa, muy buena, muy lista, y todo el mundo la quería mucho.



El día que cumplió quince años, el rey y la reina estaban de viaje, y la niña se quedó sola.  Empezó a recorrer todo el castillo, y se metió por los cuartos que no conocía y por todas las torres: llegó a una torre muy antigua, subió por una escalerilla y al final vio una puerta pequeña; en la cerradura había una llave y la niña abrió. Entonces vio un cuartito, donde estaba una mujer muy viejecita que hilaba lino con un huso.
- Buenos días, abuela - Dijo la princesita - ¿Qué estás haciendo?
- Estoy hilando - Dijo la vieja.
- Y  eso que da vueltas ¿Qué es?
La niña no había visto nunca hilar a nadie, y tomó el huso de la vieja para verlo bien; pero cuando lo tocó, se pincho un dedo y se cayó sobre la cama que había en el cuarto, y se quedó dormida.
Y, en aquel momento, todos los del castillo se quedaron también dormidos: el rey y la reina, que acababan de entrar, se quedaron dormidos en e salón del trono y todos los de la corte se durmieron de repente también. Y los caballos se durmieron en la cuadra, y los perros se durmieron en el patio, las palomas en el tejado y las moscas en la pared. Y hasta el fuego se durmió en la chimenea; y el cocinero que iba a tirar las orejas de un pinche por alguna travesura, soltó al chico, y los dos se quedaron dormidos. Y el viento se durmió, y las hojas de los árboles se quedaron quietas...



Y entonces, alrededor del castillo empezó a crecer un muro de zarzas; creció y creció, cada año un poco más, hasta que cubrió todo el castillo y no se veía la bandera de la torre más alta. Y aquellas zarzas daban rositas silvestres, y por todo el país se contaba la historia de la hermosa hija del rey, que estaba dormida con sus padres y toda su corte en un castillo escondido entre las zarzas. De vez en cuando, llegaba a aquella tierra un príncipe que quería pasar entre las zarzas para ver el castillo encantado; pero las zarzas enredaban al que se acercaba, y no lo soltaban más.
Pasaron muchos años,  y llegó a aquella tierra un príncipe que oyó contar a un viejecito la historia del muro de zarzas y del castillo encantado, donde dormía una princesa muy bonita con toda su corte, el viejo le  contó también que muchos príncipes habían llegado allí y habían querido pasar por las zarzas, pero se habían enredado y se habían muerto. Al oír aquello, dijo el príncipe:
-Yo no tengo miedo. Iré a ver a la princesa dormida.
El viejo le dijo que no debía ir, pero el príncipe no hizo caso. Y resultó que aquel día se cumplieron cien años del sueño de la princesa, y era el día en que tenía que despertar. Y cuando el príncipe llegó al muro de zarzas, todas las zarzas estaban llenas de flores, y se abrieron para dejarle pasar, y luego se cerraron en cuanto él pasó. Entró en el patio del castillo y vio a los caballos y a los perros tumbados, durmiendo; y vio a las palomas durmiendo sobre el tejado, con la cabeza debajo del ala; vio las moscas dormidas en la pared, y al cocinero dormido con el brazo levantado para pegarle al pinche, y a una criada sentada y dormida a medio desplumar un pollo. Siguió andando por el castillo, y vio el salón del trono del rey y la reina dormidos con toda su corte. Y no se escuchaba nada en todo el castillo porque todos dormían.



El príncipe recorrió todos los cuartos y llegó a la torre donde estaba la princesita dormida. La vio allí echada sobre la cama; y era tan bonita, que el príncipe no se cansaba de mirarla. Entonces se acercó y le dio un beso.
Y en aquel momento, la princesa abrió los ojos, y se quedó mirando al príncipe; luego bajó con él, y el rey y la reina se despertaron con todos los de la corte, los caballos se levantaron y los perros se estiraron y se sacudieron; las palomas del tejado sacaron la cabeza de debajo del ala, miraron a su alrededor y echaron a volar; las moscas empezaron a andar otra vez en la pared; el fuego saltó en las chimeneas; y la comida volvió a cocer en los pucheros; el cocinero, que tenía el brazo levantado, le dio al pinche una bofetada; el pinche se puso a llorar, la criada siguió desplumando al pollo como si no hubiera pasado nada, y la princesita dijo que quería casarse con aquel príncipe y celebraron la boda con una fiesta espléndida. Desde entonces vivieron felices.-



 FIN.


jueves, 13 de octubre de 2016

Blancanieves

ERA EN INVIERNO. La nieve caía... y una reina estaba cosiendo junto a la ventana, y miraba como caía la nieve. La ventana era de madera oscura; la nieve muy blanca, y la reina, por mirar la nieve, se pincho un dedo con la aguja y le salió una gotita de sangre muy roja, y luego otra gota, y otra más; y las gotas rojas de sangre cayeron sobre la nieve blanca, y la reina se las quedó mirando y pensó: "¡Ay si yo tuviera una niña blanca como la nieve, con los labios rojos como la sangre y el cabello moreno como la madera de ésta ventana...!"
Y, a los pocos días, tuvo una niña que era blanca como la nieve, con los labios rojos como la sangre y el pelo oscuro como madera de ébano, y la llamo Blancanieves. Pero al nacer la niña, la reina se murió.
Pasó un año, y el rey se casó con otra mujer que era muy guapa, pero orgullosa y presumida; no podía soportar que alguien fuera más guapa que ella. Tenía un espejo mágico, y cuando se miraba en aquel espejo le preguntaba:

"Espejo de luna, espejo de estrella
dime en esta tierra ¡Quién es la más bella?" 

Y el espejito le contestaba:

"Reina, tú eres la más bella de esta tierra".

Y la reina se ponía muy contenta, porque sabía que el espejito mágico decía siempre la verdad.
Blancanieves iba creciendo, y cada vez era más bonita; cuando cumplió siete años, era tan bella como un día de sol, más bella que la misma reina. Y un día, la reina preguntó a su espejito:

"Espejo de luna, espejo de estrella
dime en esta tierra ¡Quién es la más bella?" 

Y el espejito le contestó:

"Lo dije de ti, y lo digo de ella:
ahora es Blancanieves mil veces más bella".


La reina se puso furiosa, se puso amarilla, se puso verde de envidia; y cada vez que miraba a Blancanieves, se le revolvía el corazón. La rabia y la envidia se le enredaban por dentro como hierbas malas, no la dejaban vivir. Hasta que un día llamó a un cazador y le dijo:
- Llévate a esta niña al bosque. ¡Llévatela, que yo la pierda de vista! ¡Llévala y mátala, y tráeme luego su asadura, para que yo vea que me has obedecido!
El cazador obedeció a la reina y se llevó a la niña; pero cuando ya iba a clavarle su cuchillo de monte, Blancanieves se echó a llorar:
- ¡No me mates, cazador! ¡No me mates! Me iré por el bosque y no volveré nunca más.
Era una niña muy bonita, y el cazador era bueno y no la quería matar, así que dijo:
- ¡Pobrecita niña! Sí, vete por el bosque.
Pensaba que las fieras del bosque se la comerían, pero por lo menos no tendría que matarle él; y en esto se encontró un jabalí pequeño, lo mató y le sacó los pulmones y el hígado y se los llevó a la reina; y aquella mujer tan mala hizo que el cocinero guisara la asadura del jabalí y se la comió, creyendo que se comía la asadura de Blancanieves.
Ya estaba la pobre niña sola en el bosque; era un bosque muy grande y Blancanieves tenía tanto miedo, que miraba los árboles y las hojas y no sabía que hacer. Echó a correr entre las piedras y las zarzas, y los animales salvajes pasaban a su lado, pero no le hacían daño; corrió y corrió, hasta que se hizo de noche. Y entonces vio una casita, allí en el bosque; y como estaba cansada, entro en la casa para dormir.
Todo en la casita era pequeño; todo estaba limpio y ordenado, daba gusto verlo. Había una mesita con un mantel blanco, y siete platitos, siete cucharitas y tenedores y cuchillitos muy chiquitines, y siete copitas. Y junto a la pared habia siete camas pequeñitas puestas en fila, con las sabanas muy blancas. Blancanieves tenía hambre y sed, y se comió un poco de verdura y el pan de los siete platitos, y bebió un sorbito de vino de cada copita, porque no le parecía bien quitar la comida a uno solo. Después, como estaba tan cansada, se echó en una de las camitas, pero era demasiado pequeña para ella; luego se echó en otra, y era grande; y por fin se echó en la séptima cama, y era de su medida. Rezó y se quedó dormida.
Ya muy de noche llegaron los dueños de la casita: eran siete enanitos que trabajaban de mineros en las montañas. Encendieron sus siete lamparitas y entonces vieron que alguien había estado en su casa. 
El primer enanito dijo:
- ¡Quién se ha sentado en mi sillita?
El segundo dijo:
- ¿Quién ha comido en mi platito?
El tercero preguntó:
- ¿Quién me ha quitado mi pan?
El cuarto dijo:
- ¿Quién se ha comido mi verdura?
El quinto:
- ¿Quién ha andado con mi tenedor?
el sexto:
- ¿Quién ha usado mi cuchillo?
Y el séptimo chilló:
- ¿Quién se ha bebido mi vino?

      

Y entonces, el primer enano miró las camas y vio un hoyo en una de ellas y dijo:
- ¿Quién se ha subido a mi cama?
Y todos los enanitos se acercaron a las camas y gritaron:
- ¡También se han echado en mi cama! ¡Y en la mía! ¡Y en la mía!
Entonces el séptimo enanito miró su cama y vio a Blancanieves dormida. Llamó a los otros, que se acercaron a mirarla: levantaron sus lamparitas para verla bien  y gritaron:
- ¡Ay Dios mío! ¡Ay Dios mío! ¡Qué niña más preciosa!
Estaban encantados y no la quisieron despertar; el séptimo enano durmió una hora en la cama de cada uno de sus compañeros, y así pasaron la noche.


 

Cuando fue de día, Blancanieves se despertó, y vio a los enanos y se asustó mucho; pero los enanitos eran muy simpáticos y le preguntaron:
- ¿Cómo te llamas, niña?
- Me llamo Blancanieves.
- ¿Y cómo has llegado a nuestra casita?
- Mi madrastra quería que me mataran, pero el cazador era muy bueno y me dejó en el bosque, y yo eché a correr hasta que llegué aquí. 
Los enanitos le dijeron entonces:
- ¿Quieres cuidar de nuestra casa? ¿Nos harás la comida, y las camas, y nos lavarás la ropa y la zurcirás? 
- ¡Sí, sí! - Dijo Blancanieves -. ¡Yo lo haré todo muy bien si me dejáis vivir con vosotros!

 

Y así se quedó Blancanieves a vivir con los enanitos del bosque; por las mañanas, los enanos se marchaban a las montañas a sacar oro, y mientras tanto Blancanieves arreglaba la casa y hacía la comida; y cuando volvían los enanitos, les tenía preparada una cena muy buena.
Los enanos querían mucho a Blancanieves, y le dijeron:
- Como te quedas sola todo el día, ten cuidado y no abras a nadie; tu madrastra se enterará de que estás aquí, y no queremos que te haga daño.
Y mientras tanto, la reina, que creía que Blancanieves estaba muerta porque se había comido aquella asadura, preguntó a su espejito:  

"Espejo de luna, espejo de estrella
dime en esta tierra ¡Quién es la más bella?" 

Creía que el espejo iba a contestar que ella era la más bella, pero el espejo dijo:

"Aquí tu eres la más hermosa
pero en la casa de los enanos
es Blancanieves como una diosa".


La reina se asustó, porque sabía que su espejo mágico decía siempre la verdad; comprendió que el cazador la había engañado, y que Blancanieves vivía todavía, y empezó a pensar otra vez en matarla. 
No podía soportar que hubiera en toda la tierra alguna más guapa que ella.
Al fin se le ocurrió una idea: se pintó la cara, se vistió como una vieja pobre, de las que venden chucherías por los caminos, y se fue a las siete montañas donde vivían los siete enanos. Llegó a la casita y llamó a la puerta.-
- ¡Vendo vestidos! ¡Trajes y lazos de moda para las damas!


Blancanieves se asomó a la ventana y llamó a la mujer:
- ¡Buenos días señora! ¿Qué vende usted?
Sacó uno de los lazos de seda bordada en colorinches y se lo enseño a Blancanieves. La niña pensó: "¡Qué cinta tan bonita!"
Abrió la puerta, compró el lazo y empezó a probarselo. La mujer le dijo:
- ¡Ay, niña, cómo estás de guapa! Ven, te voy a atar bien ese lazo al cuello, que es como se llevan ahora.
Blancanieves se acercó sin miedo, y la mujer le apretó tanto el lazo al cuello, que la niña se quedó sin respiración y se cayó al suelo como muerta.
- ¡Ja, ja! ¡Ya no eres la más guapa! - Dijo la madrastra, y se marchó muy de prisa, riéndose.
Por la noche llegaron los enanitos a la casa, y ¡Qué susto se llevaron al encontrar a Blancanieves en el suelo, como muerta!


La levantaron, y al ver la cinta que tenia atada al cuello, se la cortaron y Blancanieves empezó a respirar otra vez.
Cuando los enanitos supieron lo que había pasado, dijeron:
- Esa vieja vendedora era tu madrastra. No vuelvas a abrir la puerta a nadie, cuando no estemos nosotros en casa.
Mientras tanto, la madrastra había llegado a su palacio; tomó su espejito y le preguntó:


 "Espejo de luna, espejo de estrella
dime en esta tierra ¡Quién es la más bella?" 

Y el espejo contestó como otras veces:

"Reina, aquí eres tú la más hermosa,
pero en la casa de los enanos
es Blancanieves como una diosa".

Al oír aquello, la reina por poco revienta de rabia. Comprendió que Blancanieves no se había muerto y pensó: " Ahora verá. Ahora inventaré una cosa que la matará para siempre"
Y, como era un poco bruja, hizo un peine envenenado; se vistió otra vez como una vendedora y se fue a las montañas, a la casa de los siete enanos. En cuanto llegó, llamó a la puerta:
-¡Vendo peines! ¡Vendo peines de moda!
Blancanieves se asomó a la ventana y dijo:
- No compro nada; no puedo abrir la puerta a nadie. 
- Por mirar no pasa nada - Dijo la mujer, y le enseñó un peine envenenado; y a Blancanieves le gustó tanto aquel peine, que se olvidó de obedecer a los enanos y abrió la puerta; preguntó cuánto costaba el peine, y la mujer dijo:
- Verás que bueno es, te voy a peinar con él.
Blancanieves se dejó peinar. ¡AY qué inocente! La madrastra le clavó el peine en el pelo, y la niña se cayó al suelo, como muerta.
- ¡Anda, preciosa, belleza! ¡Ahora sí que estás muerta, ja, ja!
La madrastra se echó a reir y se marchó corriendo. Menos mal que era ya tarde, y los enanitos volvieron enseguida a su casa. Al ver a Blancanieves en el suelo, pensaron enseguida que la madrastra había estado allí; buscaron bien y encontraron el peine clavado en el pelo. 
Se lo quitaron, la niña revivió, y les contó lo que había pasado.  Los enanitos dijeron muy preocupados:
- ¡Que no abras la puerta a nadie, a nadie! ¿No ves que tu madrastra no parará hasta que te mate de verdad?
Y la madrastra, mientras tanto, había llegado a su palacio y le preguntó al espejito mágico:



 "Espejo de luna, espejo de estrella
dime: en esta tierra ¡Quién es la más bella?" 

Y el espejito contestó otra vez:

"Reina, aquí eres tú la más hermosa,
pero en la casa de los enanos
es Blancanieves como una diosa".

La reina se puso a temblar de rabia.
¡Cómo! ¿Vive Blancanieves todavía? ¡No es posible! ¡Ahora sí que la mataré, cueste lo que cueste!
Se metió en un cuarto secreto y envenenó una manzana con muchos venenos que tenía; la manzana, por fuera, parecía muy buena, pero por la parte colorada estaba llena de veneno. La reina volvió a vestirse como una pobre vendedora; llevó la manzana a la casa de los enanos y llamó a la puerta:
-¡Vendo manzanas, vendo manzanas maduras!



Blancanieves se asomó a la ventana.
- ¡No puedo comprar nada! ¡Los enanos me han prohibido que abra la puerta a nadie!
- ¡Qué le vamos a hacer! - dijo la madrastra -. Pero como no voy a volverme con las manzanas, las tiraré. ¿Quieres una? te la regalo.
- No, no, muchas gracias; no puedo dejar que me regales nada.
- ¿Tienes miedo de que te envenene? ¡Qué tonta! Mira, partiré la manzana por la mitad, y yo me como una parte y tú otra,
La madrastra se comio la media manzana que no tenía veneno y dio la otra mitad a Blancanieves; y la niña, ¡Ay, que boba! dio un mordisco a la manzana envenenada, y en el mismo momento se cayó muerta al suelo. La madrastra se echó a reír como un demonio.
- ¡Anda, anda, belleza! ¡Blanca como la nieve, roja como la sangre, morena como la madera de ébano! ¡Ahora sí no podrás revivir!
Se marchó corriendo, llegó muy contenta a su palacio y preguntó al espejito:


 "Espejo de luna, espejo de estrella
dime en esta tierra ¡Quién es la más bella?" 

Y, aquella vez, el espejo contestó: 

"Reina, la más bella eres tú".


¡Qué tranquila se quedó la reina por fin! Ya ella era la más hermosa, y Blancanieves estaba muerta.
Cuando los enanitos llegaron a la casa, encontraron a Blancanieves caída en el suelo; los pobres se asustaron mucho, no sabían que hacer.
Le desabrocharon el vestido, buscaron peines venenosos, pero no encontraron nada. Blancanieves estaba muerta, y bien muerta. Entonces, con una pena terrible, los enanos la pusieron en un ataúd y se sentaron alrededor a llorar. A los tres días quisieron enterrarla; pero Blancanieves estaba tan guapa y con tan buen color, que los enanos dijeron:
- No queremos meter a esta niña tan bonita dentro de la tierra, vamos a hacerle un ataúd de cristal, para poder verla siempre.
Así, metieron a Blancanieves en un ataúd que tenia los lados de cristal, y encima de la tapa, unas letras de oro que decían: "Princesa Blancanieves". Llevaron el ataúd a lo alto de una montaña, y uno de los enanos quedaba siempre guardándolo. Y los animales del bosque iban a ver a Blancanieves: primero fue una lechuza, luego un cuervo, y después una paloma.

 

Pasó mucho tiempo, mucho; Blancanieves seguía dentro de su ataúd de cristal, tan guapa como siempre: parecía dormida. Seguía siendo blanca como la nieve, roja como la sangre y morena como la madera.
Y un buen día, un príncipe pasó por el bosque, vió a Blancanieves en el ataúd y dijo a los enanos:
- Dadme ese ataúd; os pagaré lo que queráis por él.
- No, no vendemos a nuestra Blancanieves por todo el oro del mundo.
- Regaladme ese ataúd, si no lo queréis vender; porque yo no podré vivir ya, si no veo a esta niña. Yo os prometo guardarla bien toda mi vida.
A los enanos les dio pena aquel príncipe tan bueno, y le regalaron el ataúd con Blancanieves.



El príncipe llamó a sus criados y les mandó a llevar el ataúd con mucho cuidado. Pero, al ir por el bosque, los criados tropezaron con unas raíces; y con el golpe, a Blancanieves se le salió de la boca el pedazo de manzana envenenada. ¡Qué maravilla! En cuanto escupió la manzana, Blancanieves abrió los ojos, levantó la tapa del ataúd y se levantó.
- ¿Dónde estoy? ¡Ay, Dios mio! ¿Dónde estoy?
Y el príncipe dijo contentísimo:
- ¡Estás conmigo, no tengas miedo! ¡Ven al palacio de mi padre y me casaré contigo! ¡Te quiero más que a nadie en el mundo!
Blancanieves se marchó con el príncipe, y el padre del Príncipe preparó para ellos una boda magnífica. 


Pero invitaron también a la reina mala, a la madrastra de Blancanieves. Cuando aquella mujer se estaba poniendo el vestido para ir a la boda, preguntó al espejito: 

 "Espejo de luna, espejo de estrella
dime: en esta tierra ¡Quién es la más bella?" 

Y el espejito contestó: 

"Reina, aquí tú eres la más  hermosa, 
pero la novia del joven príncipe
es en palacio como una rosa".


La reina se puso enferma de rabia; no conocía a la novia del príncipe, pero no creía que hubiera una mujer más guapa que ella. Corrió a la boda, y, al entrar, vio a Blancanieves. Se quedó medio muerta de la sorpresa; pero los criados del rey tenían preparadas para ellas unas zapatillas de hierro ardiendo, y se las pusieron, por mala; y la madrastra empezó a bailar del dolor, y tanto bailó que se murió.- 


FIN.



"Cuentos de Los Hermanos Grimm" - Ilustraciones de Janusz Grabianski.