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lunes, 2 de septiembre de 2024

LOS TRES ENANITOS DEL BOSQUE

Cuento de los Hermanos Grimm con ilustraciones de Janusz Gravianski


A UN HOMBRE, se le murió su mujer, y a una mujer se le murió su marido; el hombre tenía una hija, y la mujer otra. Las dos niñas eran amigas y salían juntas de paseo; a la vuelta, pasaban por la casa de la mujer. La mujer dijo a la hija del hombre: 
— Mira; dile a tu padre que me gustaría casarme con él. Yo te trataré muy bien; podrás lavarte con leche en las mañanas, y te dejaré beber vino. Y mi hija se lavará con agua y no beberá más que agua.
La niña fue donde su padre y le dio el recado de la mujer, y el hombre dijo:
— No sé qué hacer. Eso de casarse puede salir bien y puede salir mal.
Y, como no sabía qué hacer, se quitó la bota y dijo:
— Toma esta bota, que tiene un agujero en la suela; llévala a la buhardilla, cuélgala de un clavo y echa agua dentro. Y si el agua se queda dentro de la bota, me casaré con la mujer; pero si el agua se sale, no me caso.
La niña hizo lo que le mandaba el padre, y el agua se quedó dentro de la bota, porque con la humedad el agujero se cerró. La niña dijo a su padre que el agua no se había salido, y el padre subió a la buhardilla, vio que era verdad, fue a la casa de la viuda y se casó con ella.
A la mañana siguiente, cuando las dos niñas se levantaron, vieron que a la hija del hombre le habían puesto leche para lavarse y vino para beber, mientras que la hija de la mujer tenía sólo agua. Pero al otro día había agua para las dos. Y a la tercera mañana, la hija del hombre tenía sólo agua, y la hija de la mujer, leche para lavarse y vino para beber. Desde ese día, siempre pasaba lo mismo; porque la mujer no quería nada a su hijastra, y no sabía qué inventar para fastidiarla; y es que la hija del hombre era muy guapa y muy simpática, y la otra niña era feísima y antipática.
Llegó el invierno, y un día, cuando más nevaba y helaba en el campo, la mujer hizo un traje de papel, llamó a su hijastra y le dijo:
— Ponte este traje y vete al bosque, y tráeme una cesta de fresas; se me han antojado hoy las fresas.
— ¡Ay, Dios mío! —dijo la niña— ¡Si en invierno no hay fresas, y la tierra está helada y cubierta de nieve! Y ¿por qué tengo que llevar un traje de papel? afuera hace un frío espantoso; el viento y las zarzas me romperán el vestido.
— ¡No me contestes! —gritó la madrastra ¡Haz lo que te he mandado, y no vuelvas a casa hasta que llenes la cesta de fresas!
Dio a la niña un mendruguito de pan y le dijo:
— Toma, para la comida.
La madrastra pensaba: « Ahora esta niña se morirá de hambre y de frío, y ya no la veré más»
Y la pobre niña, que era muy obediente, se puso el traje de papel y se fue al campo con la cestita.
No se veía más que nieve por todas partes; ni una mala hierbecita asomaba entre la nieve, y mucho menos matas de fresas. Y cuando llegó al bosque, vio una casita y a tres enanitos mirando por la ventana.

 La niña los saludó y llamó a la puerta; los enanitos abrieron, la niña entró en la casa y se sentó en un banco junto al fuego, porque estaba tiritando de frío. Empezó a comer su mendruguito de pan, y los enanos dijeron:
— ¿Nos das un poquito?
— Claro, claro; tomad.
La niña repartió su pan con los enanos, y ellos le preguntaron:
— ¿Qué haces con ese traje tan finito aquí en el bosque?
— Tengo que coger fresas, y no puedo volver a casa hasta que haya llenado la cesta.
Los enanitos se comieron el pan, dieron a la niña una escoba y dijeron:
— Barre la nieve que hay detrás de la casa.
Y cuando la niña salió a barrer la nieve, los enanitos dijeron:
— ¿Qué le daremos a esta niña tan buena, que ha repartido su pan con nosotros?
El primer enano dijo:
— Yo le concederé que sea cada día más guapa.
El segundo enano dijo:
— Yo haré que le salga de la boca una moneda de oro cada vez que diga una palabra.
El tercer enano dijo:
— Yo haré que llegue un rey y se case con ella.
Mientras los enanos estaban hablando, la niña barría la nieve detrás de la casita, y de repente, al quitar la nieve; ¡vio que el suelo estaba lleno de fresas maduras! Sí, fresas bien rojas, junto a la nieve blanca. La niña llenó su cestita de fresas, se despidió de los enanitos y corrió a su casa a dar la cesta a su madrastra. Y al llegar a la casa y decir «buenas noches», le salió de la boca una moneda de oro. Empezó a contar lo que le había pasado en el bosque, y a cada palabra, le caía de la boca una moneda de oro; todo el cuarto se llenó de monedas.
— ¡Qué derroche, tirar así el dinero! —dijo la hermanastra, pero estaba muerta de envidia, y quería ir al bosque a buscar fresas. Su madre le dijo:
— No salgas, hijita, que hace mucho frío y te pondrás mala.
Pero su hija estaba empeñada en salir, así que la madre le hizo corriendo un abrigo de pieles, le dio muchos pasteles y mucho pan y la mandó al bosque.
La niña llegó a la casita; los enanos estaban mirándola por la ventana, pero aquella niña antipática no los saludó y se metió en la casita sin permiso, se sentó junto al fuego y empezó a comerse los pasteles. Los enanitos dijeron:
—¿Nos das un poquito?
— ¡Ni hablar! tengo muy pocos, y son todos para mí.
Cuando terminó de comer, los enanitos le dijeron:
— Coge esta escoba y barre la nieve que hay detrás de la casa.
Y la niña, que era muy orgullosa, contestó:
—¡Barred vosotros! ¡Yo no soy vuestra criada!
Y como vio que los enanos no iban a regalarle nada, salió de la casa; y entonces, los enanos dijeron:
—¡Qué le haremos a esta niña tan maleducada y tan egoísta, que no quiere dar nada de lo suyo?
El primer enano dijo:
— Yo haré que sea más fea cada día.
El segundo enano dijo:
— Pues, yo haré que le salga un sapo de la boca en cuanto diga una palabra.
El tercer enano dijo:
— Yo haré que se muera.
La niña busco fresas alrededor de la casita; no encontró ninguna y se volvió a su casa. Y en cuanto abrió la boca para contarle a su madre lo que le había pasado, a cada palabra le saltaba un sapo de la boca, y todos se apartaron de ella, con mucho asco.
La madrastra, entonces, tomó mucho más rabia a la hija del hombre; no sabía que inventar para fastidiarla, porque la niña era cada día más guapa, y la mujer estaba furiosa. Al fin se le ocurrió a aquella mala mujer poner un puchero al fuego, para cocer ramas de lino; cuando el lino estuvo cocido, se lo echó al hombro de la hijastra, le dio un hacha y le dijo que fuera al río helado, que abriera un agujero en el hielo y aclarase el lino en el agua. La niña era obediente y abrió el agujero en el hielo; y en esto pasó por allí una carroza, en la que iba el rey.



 El rey mandó a parar los caballos y preguntó a la niña:
—Hija mía, ¿Quién eres y qué haces aquí?
— Soy una niña pobre y estoy aclarando el lino.
El rey vio lo guapa que era la niña, le dio pena y dijo:
—¿Quieres venirte conmigo?
—¡Ah, sí, sí! —dijo la niña, muy contenta de poder escaparse de su madrastra. Montó en la carroza al lado del rey, y cuando llegaron al castillo, el rey se casó con ella, como habían deseado los enanitos del bosque.
Pasó un año, y la joven reina tuvo un niño; la madrastra se enteró, y se fue con su hija al castillo del rey, con el pretexto de visitar a la reina. El rey había salido, y en el cuarto de la reina no había nadie; la madrastra cogió a la reina por la cabeza y su hija la agarró por los pies, y la tiraron por la ventana a un río que pasaba al pie del castillo. Entonces, la madrastra metió en la cama de la reina a su hija y la tapó hasta la cabeza para que no se viera lo fea que era. Llegó el rey, quiso hablar con su mujer, y la madrastra le dijo:
—¡Silencio, silencio! ¡Ahora no se puede hablar con la reina, porque tiene fiebre y está sudando!
—¡Vaya, por Dios! dijo el rey—. Cuídala bien, que volveré mañana.
Al día siguiente se puso a hablar con la que estaba en la cama, creyendo que era la reina; pero a cada palabra que decía la falsa reina, saltaba un sapo sobre la cama. El rey se asombró mucho, porque antes, a su mujer le salían de la boca monedas de oro; y la madrastra le explicó que lo de los sapos era por la fiebre, y que ya se le pasaría.
Pero aquella noche, un criado que estaba en la cocina vio un pato nadando en el foso; y el pato iba cantando:

«Rey ¿En qué piensas?
¿Duermes o velas?»

Nadie contestaba al pato; y él siguió cantando:

«¿Qué hacen mis invitados?»

Y el criado contestó:

«Ya están acostados»

El pato preguntó entonces:

«¿Y qué hace mi niñito?»

Contestó el criado:

«Duerme como un bendito»

Y entonces, el pato se convirtió en la reina, y subió a su habitación a dar de mamar a su hijito; luego le arregló la cuna, lo tapó bien y se fue otra vez, en forma de pato, nadando por el foso.

Durante dos noches volvió el pato y paso lo mismo; y a la tercera noche, dijo al criado que estaba en la cocina
— Ve a decirle al rey que salga a la puerta con su espada, y que de tres vueltas a su espada sobre mi cabeza.
El criado obedeció, y el rey salió a la puerta y con la espada hizo tres molinetes sobre la cabeza del pato mágico; y al tercer molinete, el pato se convirtió en la reina, que estaba tan guapa y tan sana como antes de que la tiraran al río.
El rey se alegró muchísimo; escondió a la reina en un cuarto hasta que llegó el domingo, que era el día en que iban a bautizar al niño.
Y, en cuanto lo bautizaron, el rey dijo:
—¿Qué se debe hacer con una persona que saca a otra de la cama y la tira al río?
— Se merece que la metan en un tonel lleno de clavos y que la echen a rodar desde el monte hasta el río —dijo la madrastra.
Y el rey dijo, entonces:
—Pues eso mismo es lo que vamos a hacer contigo.
Mando a traer un tonel lleno de clavos, metió dentro a la madrastra y a su hija, clavaron la tapa, llevaron el tonel al monte y lo echaron a rodar ladera abajo, hasta que cayó al agua y se hundió.

FIN


viernes, 14 de octubre de 2016

Juanito y Margarita

AL LADO DE UN BOSQUE grande vivía un leñador muy pobre con su mujer y dos hijos. El niño se llamaba Juanito y la niña Margarita. El padre era tan pobre que apenas tenía para darles de comer; y una vez, todo el país se quedó pobre y el leñador no podía dar a sus hijos ni un poco de pan; pasó toda la noche dando vueltas en la cama, pensando: "Dios mío, ¡Qué voy a hacer, qué voy a hacer...! ¡Ni siquiera puedo darle pan a los niños!
Y su mujer, que no era la madre de los niños, sino la madrastra, le dijo:
- Mira, vamos a hacer una cosa: mañana llevaremos los niños al bosque, bien adentro. Les encenderemos una hoguera, les daremos a cada uno un pedacito de pan que nos queda, y luego nos marcharemos a trabajar y los dejaremos allí solos.
- No, no, mujer. ¿Cómo vamos a hacer eso? Yo no dejo a mis niños solos en el bosque. Podrían comérselos las fieras. 
- Pues nos moriremos los cuatro de hambre, tonto. Ya puedes ir preparando unas tablas para hacernos ataúdes.
La mujer repetía lo mismo y no dejaba en paz al hombre; y por fin le convenció, aunque a él le daba mucha pena dejar en el bosque a sus hijos.
Pero los niños, que estaban despiertos porque no podían dormirse del hambre que tenían, oyeron lo que decía la madrastra, y Margarita se echó a llorar y dijo a Juanito:
- ¡Mira lo que van a hacer con nosotros! ¡Nos comerán las fieras!
- Calla, Margarita - Dijo su hermano - Calla, no llores así. Yo sabré arreglármelas.
Y en cuanto el padre y la madrastra se quedaron dormidos, Juanito se levantó de la cama, se vistió y salió de la casa. Había luna llena, y las piedrecitas blancas del camino que brillaban como monedas de plata. Juanito se agachó y empezó a guardarse en los bolsillos todas las piedrecitas que pudo, y luego volvió a su cuarto y dijo a Margarita:
- Ya está, hermana; no llores ya más y duérmete. Dios no nos abandonará.
Y al día siguiente, antes de salir el sol, la madrastra fue a despertar a los niños.
- ¡Arriba, perezosos! ¡A levantarse! ¡Vamos al bosque a recoger leña!
Dio a cada uno un pedacito de pan y les dijo:
- Esto es para la comida; no os lo comáis antes de tiempo porque no hay más.
Margarita se metió el pan debajo del delantal, porque Juanito tenía los bolsillos llenos de piedrecitas; todos se fueron al bosque.
Y Juanito se paraba a cada momento y miraba a la casa, hasta que su padre le dijo:
- Juanito, ¿Qué haces todo el tiempo, mirando para atrás? ¡Anda, date prisa!
- Padre, estoy mirando a mi gatito blanco, que está en el tejado diciéndome adiós.
La madrastra dijo:
- ¡Tonto, más que tonto! Eso no es tu gato, sino el sol que da ya en la chimenea.
Pero Juanito no miraba el gato; se volvía para tirar con disimulo una piedra, y luego otra, y otra, para señalar el camino. Cuando llegaron al centro del bosque, el padre dijo:
- Niños, id recogiendo leña, y yo os encenderé una hoguera para que no tengáis frío.
Juanito y Margarita reunieron muchas ramitas secas; encendieron la hoguera, y cuando ya ardía bien, la madrastra dijo:
- Acercaos al fuego, pequeños; descansad ahora, que nosotros nos vamos a cortar unos árboles por el bosque. En cuanto terminemos, volveremos a buscaros.




Los hermanos se sentaron junto a la hoguera; al mediodía comieron el pan. Oían golpes de hacha y creían que su padre andaba cerca; pero lo que se oía no eran hachazos, sino una rama seca que el padre había atado a un árbol, y el viento la hacía chocar con el tronco. Los niños se quedaron allí mucho tiempo, y al fin se durmieron porque estaban cansados. Era ya muy de noche cuando se despertaron. Margarita empezó a llorar:



 - ¡Ay, ay! ¿Cómo vamos a salir del bosque?
- No llores, hermana, espera un poco, y en cuanto salga la luna encontraremos el camino.
La luna salió. Juanito dio la mano a su hermana, y fue siguiendo el camino de las piedrecitas que había ido echando al suelo por la mañana. Estuvieron caminando toda la noche, y llegaron a su casa cuando estaba amaneciendo. 

Llamaron a la puerta; 
y la madrastra abrió, y al verlos, gritó:
- ¡Qué niños! ¡Habráse visto! ¡Toda la noche dormidos en el bosque, y vuestro padre y yo sin saber donde estabais! ¡Vaya susto que nos habéis dado!


Pero el padre se puso muy contento al verlos, porque estaba muy triste por haberlos abandonado.
Pasó algún tiempo, y el país volvió a quedarse muy pobre. Y una noche, los niños oyeron otra vez que la madrastra decía:
- Ya nos hemos vuelto a quedar sin comida; solo nos queda medio pan, y luego, nada. Tenemos que abandonar a los niños. Esta vez los llevaremos más adentro en el bosque, para que no sepa volver. No hay más remedio, si no queremos morirnos todos de hambre.
Al padre le daba mucha pena abandonar a sus hijos, pero la madrastra no le hacía caso, porque en el fondo no quería nada a los hijos del leñador.
Era muy mala, y el pobre hombre no sabía llevarle la contraria. Pero los niños estaban despiertos como la otra vez, y lo oyeron todo; pero cuando el leñador y la  mujer se durmieron, Juanito se levantó para recoger piedras del camino, pero la madrastra había dejado cerrada la puerta con llave y no pudo salir de la casa; y Margarita lloraba sin parar.
- No llores así, hermana; duerme y no llores más, que Dios nos ayudará.
A la mañana siguiente, la madrastra los despertó y les dio un pedacito de pan a cada uno, un pedacito más pequeño que la otra vez. Y cuando iban por el bosque, Juanito partía su pan en miguitas y de vez en cuando se volvía y echaba una miguita al suelo. Su padre le dijo:
- Hijo, ¿Por qué te vuelves a cada paso? ¡Anda, de prisa!
- Es que estoy mirando mi palomita, que me dice adiós desde el tejado.
- ¡Este niño es tonto! - dijo la madrastra - No es la palomita, sino el sol que ya da en la chimenea.
Pero Juanito ya lo sabía; lo que quería era marcar el camino con migas de pan.
La mujer llevó a los niños a lo más profundo del bosque, donde no habían estado nunca. Encendieron una hoguera bien grande, y la mujer dijo:
- Niños, quedaos aquí sentaos; si os cansáis, dormid un poco. Nosotros nos vamos a cortar leña, y por la noche os recogeremos.
Al mediodía, Margarita repartió su pan con su hermano, porque él había gastado su pedazo en echar miguitas por el camini. Luego se echaron a dormir y llegó la noche, pero el leñador y la mujer no fueron a buscarlos. Los niños despertaron ya muy de noche; Margarita se echó a llorar, pero Juanito la consoló diciendo:
- Espera a que salga la luna; entonces veremos las miguitas de pan y podremos volver a casa.
La luna salió. Los niños quisieron volver a su casa, pero no pudieron ver las migas de pan, porque se las habían llevado los pájaros del bosque. Juanito dijo a su hermana:
- No te asustes; ya encontraremos el camino.
Pero no encontraban el camino. Estuvieron andando toda la noche y todo el día siguiente, y no podían salir del bosque. Tenían mucho hambre, y comían algunas frambuesas y grosellas pero con eso no se les quitaba el hambre. Estaban ya tan cansados, que se echaron a dormir. Y al tercer día siguieron andando, y cada vez se perdían más en el bosque. Iban a morirse de hambre si no los encontraba alguien. A mediodía, vieron un pájaro blanco en la rama de un árbol; era un pájaro precioso y cantaba muy bien. De pronto dejó de cantar, abrió las alas y echó a volar, y los niños lo siguieron. Y en ésto, llegaron a una casita, y el pájaro se poso en el tejado. Los niños se acercaron y vieron que la casita era de pan y bizcocho, y las ventanas de azúcar.
- ¡Mira, Margarita! - Gritó Juanito - ¡Ahora si que vamos a comer a gusto! ¡Voy a dar un mordisco al tejado, y tú puedes probar las ventanas, que son dulces!
Juanito se subió al tejado y dio un mordisco, para probar; Margarita empezó a comerse los cristales de azúcar de la ventana. Y en aquel momento oyeron una vocecita dentro de la casa:

"Oigo ruido de dientecitos.
¿Quién se come mi tejadito?"

Los niños contestaron:

"Es el viento desatado
que se lleva tu tejado"

Y siguieron comiendo, sin preocuparse. A Juanito le estaba gustando mucho el sabor del tejado y arrancó un gran pedazo. Y Margarita sacó un cristal entero y se sentó a comérselo. 


Y de pronto, la puerta de la casita se abrió y apareció una mujer viejísima, apoyada en un bastón. Juanito y Margarita se asustaron tanto, que dejaron caer las golosinas que habían recogido; pero la vieja empezó a mover la cabeza, y dijo:
- ¡Ay, que niños más monos! ¿Quién los ha traído aquí? Entrad a mi casita y quedaos conmigo, que no os pasará nada malo.
Les dio la mano, los metió en la casa y les sacó una comida muy buena: leche, bollos, manzanas y nueces. Después les preparó dos camas con sábanas bien blancas, y los niños se acostaron contentísimos.
Aquella vieja se las echaba de buena, pero era una bruja malísima, que había hecho su casa de golosinas para que los niños se acercaran y cuando llegaba allí algún niño, lo encerraba, lo mataba y se lo comía asado. Los niños asados le gustaban mucho. Las brujas tienen los ojos colorados y son cortas de vista: pero tienen la nariz muy fina, como los animales, y huelen a las personas a mucha distancia.
En cuanto notó que se acercaban Juanito y Margarita, se echó a reír y dijo:
- ¡Ya los tengo! ¡No se escaparán!
Se levantó muy temprano, antes que los niños se despertaran, y se los quedó mirando; se fijó en sus carrrillitos colorados y pensó: "¡Ja, ja! ¡Menudo banquete me voy a dar con estos dos!"
Entonces agarró a Juanito y lo llevó a un corral y lo encerró detrás de una reja; Juanito chilló como un loco, pero no le sirvió de nada.
Luego fue la bruja a buscar a Margarita y la despertó sacudiéndola y gritando:
- ¡Arriba, perezosa! ¡Ahora mismo, ve a buscar agua y a prepararle una buena comida a tu hermano, para que engorde mucho y me lo pueda comer!
Margarita echó a llorar, pero no le sirvió de nada; tenía que obedecer a la bruja. Y al pobre Juanito le hacían  comer todo lo que le llevaban, para que engordase; y a Margarita no le daba más que las cáscaras de cangrejo.

La bruja, iba todas las mañanas al corral y decía:
- Juanito, saca el dedo. Quiero ver si ya estás gordito.
Pero Juanito, que no era tonto, en vez de sacar un dedo sacaba un huecesito;  y la bruja, que veía muy mal, creía que era el dedo del niño y le extrañaba mucho que no engordara con todo lo que comía.
Pasaron cuatro semanas, y como Juanito no engordaba, la bruja perdió la paciencia y dijo a Margarita:
- ¡Hala, tráeme agua! Gordo o flaco, voy a matarlo y a comérmelo.
¡Cómo lloro Margarita al llevar el agua para guisar a su hermano! no hacía más que rezar.
- ¡Dios mío, ayúdanos! ¡Hubiera sido mejor que nos comieran las fieras en el bosque a los dos juntos!
- ¡Basta de lloriqueos! - Gritó la bruja - ¡No te servirán de nada!





Por la mañana, muy temprano, Margarita tuvo que encender el fuego y poner encima una olla con agua. La bruja dijo:
- Vamos a hacer pan primero. He encendido el horno y tengo preparada la masa.
Llevó a la niña al horno del pan, donde había ya unas llamas muy grandes.
- Asómate, para ver si está bastante caliente.
Lo que quería la bruja, era meter a Margarita dentro del horno para asarla y comérsela también; pero Margarita tampoco era tonta y dijo:
- No sé cómo entrar ahí en el horno.
- ¡Tonta, más que tonta! la puerta del horno es bastante grande, mira.



Y metió la cabeza por la boca del horno, para que la niña aprendiera. Pero entonces, Margarita le dio un empujón a la bruja, la metió dentro del horno y cerró la puerta. ¡Cómo gritaba la bruja dentro del horno! Daba unos chillidos horribles. Pero Margarita no hizo caso y corrió a buscar  a su hermano, abrió el corral y le dijo:
- ¡Estamos salvados! ¡La bruja ya se ha muerto!
Juanito salió del corral como un pájaro al que le abren la jaula. ¡Qué alegría les entró a los dos! se dieron besos y abrazos, saltaron y bailaron. Y como ya no tenían miedo, entraron en la casa de la bruja y encontraron perlas y brillantes en todos los rincones.
- Esto es mejor que las piedrecitas que yo recogía  - Dijo Juanito; se lleno los bolsillos de piedras preciosas, y Margarita dijo:
- Yo también quiero llevarme algo a casa.
Ató en su delantal aquellos tesoros, y entonces, Juanito dijo:
- Será mejor que nos marchemos enseguida. Estoy deseando salir del bosque de la bruja.
Caminaron unas cuantas horas y llegaron a un río muy grande.
- No podemos pasar - Dijo Juanito - No veo ni puentes ni barcas.
- Pero por allí va nadando un pato blanco. A lo mejor nos pasa el rio, si se lo pido - Dijo Margarita.
Y empezó a cantar:

" Pato, patito, No hay barca ni puente
pásanos el río que tenemos frío"  

El patito se acercó enseguida a la orilla, y Juanito se montó encima de él y dijo a su hermana que montara detrás.
- No, que el patito no podrá con los dos; que te lleve a ti primero y luego vuelva por mi. 
Así lo hizo el patito; y cuando los dos hermanos estuvieron en la otra orilla y se metieron otra vez en el bosque, reconocieron los caminos que llevaban a su casa. Entonces echaron a correr, entraron en la casa como torbellinos y se echaron en brazos de su padre. Y el pobre leñador, que había estado tan triste todo aquel tiempo, lloraba de alegría. La Madrastra se había muerto ya, y todos  se pusieron muy contentos. Margarita desató su delantal, y todas las perlas y brillantes que llevaba salieron rodando por el cuarto; Juanito empezó a tirar al aire puñados de perlas. Todas sus penas se habían terminado ya. Desde aquel día, vivieron felices los tres juntos.-

     

FIN

"Cuentos de Los Hermanos Grimm" - Ilustraciones de Janusz Grabianski.