Cuento de los Hermanos Grimm con ilustraciones de Janusz Gravianski
UN HOMBRE MUY POBRE tenía doce hijos; y aunque trabajaba día y noche, no alcanzaba a darles más que pan. Cuando nació su hijo número trece, no sabía qué hacer; salió al camino y decidió que al primero que pasara le haría padrino de su hijito.
Y el primero que pasó fue Dios Nuestro Señor; él ya conocía los apuros del pobre, y le dijo:
― Hijo mío, me das mucha pena. Quiero ser el padrino de tu último hijito y cuidaré de él para que sea feliz.
El hombre le preguntó:
― ¿Quién eres?
― Soy tu Dios.
― Pues no quiero que seas padrino de mi hijo; no, Señor, porque tú das mucho a los ricos y dejas que los pobres pasemos hambre.
El hombre le contestó así al Señor, porque no comprendía con qué sabiduría reparte Dios la riqueza y la pobreza; y el desgraciado se apartó de Dios y siguió su camino.
Se encontró luego con el diablo, que le preguntó:
― ¿Qué buscas? Si me escoges de padrino de tu hijo, le daré muchísimo dinero y tendrá todo lo que quiera en este mundo.
El hombre preguntó:
― ¿Quién eres tú?
― Soy el demonio.
― No, no quiero que seas padrino de mi niño; eres malo y engañas siempre a los hombres y los pierdes.
Siguió andando, y se encontró con la Muerte, con la mismísima Muerte, que estaba flaca y en los huesos; y la Muerte le dijo:
― Quiero ser madrina de tu hijo.
― ¿Quién eres?
― Soy la Muerte, que hace iguales a todos los hombres.
Y el hombre dijo:
― Me convienes; tú te llevas a los ricos igual que a los pobres, sin hacer diferencias. Serás la madrina.
La Muerte dijo entonces:
― Yo haré rico y famoso a tu hijo; a mis amigos no les falta nunca nada.
Y el hombre dijo:
― El domingo que viene será el bautizo; no dejes de ir a tiempo.
La Muerte fue al bautizo, como había prometido, y fue la madrina.
El niñito creció y se hizo un muchacho; y, un día, su madrina entró en la casa y dijo que la siguiera. Llevó al chico a un bosque, le enseñó una planta que crecía allí y le dijo:
― Voy a darte ahora mi regalo de madrina: te haré un médico famoso. Cuando te llamen a visitar a un enfermo, me encontrarás siempre al lado de la cama. Si estoy a la cabecera, podrás asegurar que le curarás; le darás esta hierba y se pondrá bueno. Pero si me ves a los pies de la cama, el enfermo me pertenecerá, y tú dirás que no tiene remedio y que ningún médico le podrá salvar. No des a ningún enfermo la hierba contra mi voluntad, porque lo pagarás caro.
Al poco tiempo, el muchacho era un médico famoso en todo el mundo; la gente decía:
― En cuanto ve a un enfermo, puede decir si se curará o no. Es un gran médico.
Y le llamaban de muchos países para que fuera a visitar a los enfermos y le daban mucho dinero, así que se hizo rico muy pronto.
Un día, el rey se puso malo. Llamaron al médico famoso para que dijera si se podía curar; pero en cuanto se acercó al rey, vio que la Muerte estaba a los pies de la cama. Allí no valían hierbas. Y el médico pensó: «¡Si yo pudiera engañar a la Muerte siquiera una vez! Claro que lo tomará a mal, pero como soy su ahijado, puede que haga la vista gorda. Voy a probar».
Cogió al rey y le dio la vuelta en la cama, y le puso con los pies en la almohada y la cabeza a los pies; y así, la Muerte se quedó junto a la cabeza; entonces le dio la hierba y al rey le curó.
Pero la Muerte fue a la casa del médico muy enfadada, le amenazó con el dedo y dijo:
― ¡Te has burlado de mí! Por una vez, te lo perdono, porque eres mi ahijado; pero como lo vuelvas a hacer, ya verás: te llevaré a ti.
Y al poco tiempo, la hija del rey se puso muy enferma. Era hija única, y su padre estaba tan desesperado que no hacía más que llorar. Mando decir que al que salvara a su hija le casaría con ella y le haría su heredero. Llamaron al médico, y cuando entró en la habitación de la princesa, vio que la Muerte estaba a los pies de la cama.
La princesa era tan guapa, que el muchacho se olvidó de la amenaza de su madrina; y decidió curar a la hija del rey y casarse con ella.
No vio las miradas que le echaba la Muerte, ni cómo le amenazaba con el puño cerrado: cogió en brazos a la princesa y la puso con los pies en la almohada y la cabeza a los pies, le dio la hierba mágica, y al poco rato la cara de la princesa se animó y empezó a mejorar.
Y la Muerte, furiosa porque la habían engañado otra vez, fue a grandes zancadas a la casa del médico y le dijo:
― ¡Se acabó! ¡Ahora te llevaré a ti!
Le agarró con su mano fría; le agarró con tanta fuerza, que el pobre muchacho no se podía soltar, y se lo llevó a una cueva muy honda. Y el médico vio en la cueva miles y miles de luces, filas de velas que no se acababan nunca; unas velas eran grandes, otras medianas y otras pequeñas. Y todo el tiempo se estaban encendiendo unas velas y otras se apagaban; era como si las lucecitas estuvieran brincando.
La Muerte le dijo:
― Mira, esas velas que ves son las vidas de los hombres. Las grandes son las vidas de los niños; las medianas son las vidas de los padres, y las pequeñas la de los viejos. Pero hay también niños y jóvenes que no tienen más que una velita pequeña.
― ¡Dime cuál es mi luz! ― dijo el médico, pensando que era todavía una vela bien grande.
Y la Muerte le enseñó un cabito de vela, casi consumido:
― ¡Ahí la tienes!
― ¡Ay, madrina, madrina mía! ¡Enciéndeme una nueva! ¡Por favor, hazlo por mí! ¡Mira que todavía no he disfrutado de la vida, que me van a hacer rey y me voy a casar con la princesa!
― No puede ser ― dijo la muerte ― No puedo encender una luz mientras no se haya apagado otra.
― ¡Pues enciende una vela nueva con la que se está apagando!
La Muerte hizo como si fuera a obedecerle; llevó una vela nueva y larga. Pero como quería vengarse, tiró al suelo con disimulo el cabito de vela, y la lucecita se apagó. Y en el mismo momento, el médico cayó al suelo, muerto, Su madrina la Muerte había ganado.
FIN