Cuento de los Hermanos Grimm con ilustraciones de Janusz Gravianski
HABÍA UNA NIÑA muy perezosa, que no quería hilar. Su madre la regañaba, la castigaba, se desesperaba con ella; nada, no había manera de que la niña hilara. La madre acabó por perder la paciencia, y dio a su hija una buena paliza; y la niña se puso a llorar como si la mataran.
En aquel momento pasaba la reina por allí; oyó los gritos de la niña, hizo parar la carroza, entró en la casa y preguntó a la madre por qué estaba pegando a su hija, que los gritos se oían por todas partes. A la madre le dio vergüenza tener que decir que su hija era tan perezosa, y dijo a la reina:
― Es que no puedo conseguir que deje de hilar; se pasa el día hilando, hilando, hilando, como una loca. Y yo soy pobre y no puedo comprar tanto lino.
La reina dijo:
― Pues a mi lo que más me gusta en el mundo es oír hilar; no me canso nunca de oír el torno de las hilanderas. Deja que me lleve a tu hija a mi palacio, y allí podrá hilar todo lo que quiera, porque tengo mucho lino.
La madre se alegró de que la reina se llevase a la niña. Cuando llegaron a palacio, la reina enseñó a la niña tres habitaciones que estaban llenas de lino hasta el techo, y le dijo:
― Ahora ponte a hilar, y cuando termines con todo este lino te casaré con mi hijo mayor. No me importa que seas pobre, porque una niña trabajadora vale más que las ricas.
La niña se asustó, porque no podía hilar todo aquel lino ni en trescientos años; y cuando se quedó sola se echó a llorar y estuvo llorando tres días enteros, sin mover un dedo. Al tercer día la reina fue a verla, y se extrañó al encontrar todo el lino sin hilar; y entonces la niña dijo que no había podido hacer nada porque estaba muy triste sin su madre. La reina se lo creyó, pero dijo:
― Bueno, mañana empezarás a trabajar.
La niña se quedó otra vez sola; estaba asustada y se asomó a la ventana; y entonces vio a tres mujeres que se acercaban al palacio; la primera tenía un pie muy ancho, la segunda tenía el labio de abajo tan grande, que le colgaba por encima de la barbilla; y la tercera tenía el dedo gordo grandísimo.
― ¿Qué te pasa, que estás tan triste?
― Tengo que hilar muchísimo lino, y no sé. Si lo hilara, me casaría con el príncipe.
― Nosotras hilaremos el lino si nos invitas luego a la boda; pero no tienes que avergonzarte de nosotras y nos llamarás primas.
― ¡Ay, sí, sí! os lo prometo. Entrad, y empezad enseguida a hilar.
Las mujeres entraron, y la niña les hizo sitio en la primera habitación; enseguida se pusieron a hilar, la primera tiraba de la hebra y daba vueltas al torno con el pie; la segunda mojaba el hilo con el labio, y la tercera lo torcía con el dedo gordo contra la mesa, y el lino iba cayendo en madejas finas sobre el suelo. Cuando entraba la reina, la niña escondía a las hilanderas y enseñaba a la reina las madejas de hilo; y la reina decía:
― ¡Qué niña más trabajadora! ¡No he visto nunca una cosa igual!
Se termino el lino de la primera habitación, y las mujeres hilaron el de la segunda, y luego el de la tercera; y al terminar se despidieron de la niña y le dijeron:
― No olvides lo que nos has prometido; si lo cumples, serás muy feliz.
La niña enseñó a la reina los cuartos vacíos y todas las madejas de hilo; y enseguida empezaron a preparar la boda. El novio estaba muy contento de casarse con una chica tan trabajadora, y se lo decía a todo el mundo. La niña le dijo un día.
― Tengo tres primas que se han portado siempre muy bien conmigo; me gustaría mucho que vinieran a mi boda y se sentaran a la mesa con nosotros.
― No faltaba más; las invitaremos - dijeron la reina y su hijo.
Llegó el día de la boda, las tres mujeres se presentaron muy bien vestidas; la novia las recibió muy amablemente, pero el príncipe dijo:
― ¡Huy, qué primas más feas tienes!
Se acercó a la mujer del pie grande y le preguntó:
― ¿Por qué tienes ese pie tan enorme?
― De tanto hilar, de tanto hilar... de dar vueltas al torno...
El príncipe se acercó a la segunda y le dijo:
― ¿Por qué tienes ese labio tan caído?
― De tanto hilar, de tanto hilar... de mojar y mojar las hebras...
Se acercó a la tercera y le preguntó:
― ¿Qué te pasa en el dedo, que lo tienes tan ancho?
― De tanto hilar, de tanto hilar... de torcer y torcer el hilo...
El príncipe se asustó y dijo a la reina:
― ¡No quiero que mi linda esposa vuelva a tocar una rueca!
Y así se liberó la niña de aquel fastidio de hilar.
FIN