domingo, 16 de marzo de 2025

LA PAJA, LA BRASA Y LA JUDÍA

Cuento de los Hermanos Grimm con ilustraciones de Janusz Gravianski


EN UN PUEBLO vivía una vieja que había recogido un puñado de judías y las iba a cocer; preparó un ben fuego en el fogón, y, para que ardiera mejor, lo encendió con un manojo de pajas. Al echar las judías a la cazuela, una se le cayó y se quedó en el suelo junto a una pajita. Y al poco rato, saltó del fogón una brasa y cayó junto a la paja y la judía. 


La paja dijo entonces: 
― Hola, amigas; ¿De dónde venís?
― ¡Qué suerte he tenido! ― contestó la brasa ― He podido saltar del fogón; y si no salto a tiempo, ya estaría convertida en cenizas. 
― ¡También yo he tenido suerte! ―  dijo la judía ― Si la vieja me hubiera metido en la cazuela, a estas horas ya estaría hecha puré, como mis compañeras.
― ¡Pues yo también me he librado por los pelos! ― dijo la paja ― Mis hermanas no son ya más que humo. La vieja nos arrancó a sesenta de un tirón, pero yo he podido escaparme. 
― ¿Qué haremos ahora? - dijo la brasa.
― Pues yo creo que, ya que hemos tenido tanta suerte, lo mejor es que sigamos juntas ― dijo la judía ― y que nos vayamos a otras tierras, no sea que aquí nos esperen más peligros.

Las otras dos encontraron muy buena la idea de la judía, y se fueron las tres juntas por el mundo. Llegaron a la orilla de un arroyo y no había ni puente ni barca para pasar; entonces a la paja se le ocurrió una idea:
 ― Me atravesaré sobre el agua, podréis pasar las dos.
Se colocó entre las dos orillas; y la brasa, que siempre había sido muy fogosa, quiso pasar la primera. Pero cuando estaba por la mitad, al oír el ruido del agua se asustó, se quedó parada y la paja empezó a quemarse, se partió en dos y se cayó al agua; la brasa se cayó también, chisporroteó y se murió. Y la judía que estaba en la orilla, al ver aquello se empezó a reír, y tanto se rio que reventó. Menos mal que en aquel momento pasó por allí un sastre que iba de camino; era un sastre de buen corazón. Sacó su aguja y un hilo y cosió a la judía, y la judía le dio las gracias; pero como el sastre la había cosido con hilo negro, todas las judías tienen desde entonces una hebra oscura.  

FIN



LA MUERTE MADRINA

Cuento de los Hermanos Grimm con ilustraciones de Janusz Gravianski


UN HOMBRE MUY POBRE tenía doce hijos; y aunque trabajaba día y noche, no alcanzaba a darles más que pan. Cuando nació su hijo número trece, no sabía qué hacer; salió al camino y decidió que al primero que pasara le haría padrino de su hijito.  
Y el primero que pasó fue Dios Nuestro Señor; él ya conocía los apuros del pobre, y le dijo:
― Hijo mío, me das mucha pena. Quiero ser el padrino de tu último hijito y cuidaré de él para que sea feliz. 
 El hombre le preguntó:
― ¿Quién eres?
― Soy tu Dios.
― Pues no quiero que seas padrino de mi hijo; no, Señor, porque tú das mucho a los ricos y dejas que los pobres pasemos hambre.
El hombre le contestó así al Señor, porque no comprendía con qué sabiduría reparte Dios la riqueza y la pobreza; y el desgraciado se apartó de Dios y siguió su camino. 

Se encontró luego con el diablo, que le preguntó:
― ¿Qué buscas? Si me escoges de padrino de tu hijo, le daré muchísimo dinero y tendrá todo lo que quiera en este mundo. 
El hombre preguntó:
― ¿Quién eres tú?
― Soy el demonio.
― No, no quiero que seas padrino de mi niño; eres malo y engañas siempre a los hombres y los pierdes. 

Siguió andando, y se encontró con la Muerte, con la mismísima Muerte, que estaba flaca y en los huesos; y la Muerte le dijo:
― Quiero ser madrina de tu hijo.
― ¿Quién eres?
― Soy la Muerte, que hace iguales a todos los hombres.
Y el hombre dijo: 
― Me convienes; tú te llevas a los ricos igual que a los pobres, sin hacer diferencias. Serás la madrina. 
La Muerte dijo entonces: 
― Yo haré rico y famoso a tu hijo; a mis amigos no les falta nunca nada.
Y el hombre dijo:
― El domingo que viene será el bautizo; no dejes de ir a tiempo. 

La Muerte fue al bautizo, como había prometido, y fue la madrina. 
El niñito creció y se hizo un muchacho; y, un día, su madrina entró en la casa y dijo que la siguiera. Llevó al chico a un bosque, le enseñó una planta que crecía allí y le dijo: 
― Voy a darte ahora mi regalo de madrina: te haré un médico famoso. Cuando te llamen a visitar a un enfermo, me encontrarás siempre al lado de la cama. Si estoy a la cabecera, podrás asegurar que le curarás; le darás esta hierba y se pondrá bueno. Pero si me ves a los pies de la cama, el enfermo me pertenecerá, y tú dirás que no tiene remedio y que ningún médico le podrá salvar. No des a ningún enfermo la hierba contra mi voluntad, porque lo pagarás caro. 

Al poco tiempo, el muchacho era un médico famoso en todo el mundo; la gente decía:
― En cuanto ve a un enfermo, puede decir si se curará o no. Es un gran médico. 
Y le llamaban de muchos países para que fuera a visitar a los enfermos y le daban mucho dinero, así que se hizo rico muy pronto. 

Un día, el rey se puso malo. Llamaron al médico famoso para que dijera si se podía curar; pero en cuanto se acercó al rey, vio que la Muerte estaba a los pies de la cama. Allí no valían hierbas. Y el médico pensó: «¡Si yo pudiera engañar a la Muerte siquiera una vez! Claro que lo tomará a mal, pero como soy su ahijado, puede que haga la vista gorda. Voy a probar».
Cogió al rey y le dio la vuelta en la cama, y le puso con los pies en la almohada y la cabeza a los pies; y así, la Muerte se quedó junto a la cabeza; entonces le dio la hierba y al rey le curó.

Pero la Muerte fue a la casa del médico muy enfadada, le amenazó con el dedo y dijo: 
― ¡Te has burlado de mí! Por una vez, te lo perdono, porque eres mi ahijado; pero como lo vuelvas a hacer, ya verás: te llevaré a ti.

Y al poco tiempo, la hija del rey se puso muy enferma. Era hija única, y su padre estaba tan desesperado que no hacía más que llorar. Mando decir que al que salvara a su hija le casaría con ella y le haría su heredero. Llamaron al médico, y cuando entró en la habitación de la princesa, vio que la Muerte estaba a los pies de la cama.
La princesa era tan guapa, que el muchacho se olvidó de la amenaza de su madrina; y decidió curar a la hija del rey y casarse con ella. 

No vio las miradas que le echaba la Muerte, ni cómo le amenazaba con el puño cerrado: cogió en brazos a la princesa y la puso con los pies en la almohada y la cabeza a los pies, le dio la hierba mágica, y al poco rato la cara de la princesa se animó y empezó a mejorar. 

Y la Muerte, furiosa porque la habían engañado otra vez, fue a grandes zancadas a la casa del médico y le dijo: 
 ― ¡Se acabó! ¡Ahora te llevaré a ti!
Le agarró con su mano fría; le agarró con tanta fuerza, que el pobre muchacho no se podía soltar, y se lo llevó a una cueva muy honda. Y el médico vio en la cueva miles y miles de luces, filas de velas que no se acababan nunca; unas velas eran grandes, otras medianas y otras pequeñas. Y todo el tiempo se estaban encendiendo unas velas y otras se apagaban; era como si las lucecitas estuvieran brincando.
La Muerte le dijo: 
― Mira, esas velas que ves son las vidas de los hombres. Las grandes son las vidas de los niños; las medianas son las vidas de los padres, y las pequeñas la de los viejos. Pero hay también niños y jóvenes que no tienen más que una velita pequeña. 




¡Dime cuál es mi luz!  ― dijo el médico, pensando que era todavía una vela bien grande. 
Y la Muerte le enseñó un cabito de vela, casi consumido:
― ¡Ahí la tienes!
― ¡Ay, madrina, madrina mía! ¡Enciéndeme una nueva! ¡Por favor, hazlo por mí! ¡Mira que todavía no he disfrutado de la vida, que me van a hacer rey y me voy a casar con la princesa!
― No puede ser ― dijo la muerte ― No puedo encender una luz mientras no se haya apagado otra.
― ¡Pues enciende una vela nueva con la que se está apagando!
La Muerte hizo como si fuera a obedecerle; llevó una vela nueva y larga. Pero como quería vengarse, tiró al suelo con disimulo el cabito de vela, y la lucecita se apagó. Y en el mismo momento, el médico cayó al suelo, muerto, Su madrina la Muerte había ganado. 

FIN


EL LABRADOR Y EL DIABLO

Cuento de los Hermanos Grimm con ilustraciones de Janusz Gravianski


UN LABRADOR había terminado un día de sembrar su campo y volvía ya hacia su casa porque se estaba haciendo de noche; y en esto vio en medio de su tierra un montón de carbones encendidos.  Se acercó muy extrañado, y encontró a un diablillo negro, sentado encima de los carbones. 


  ¿Estás sentado encima de un tesoro? le preguntó el labrador. 
―  Claro que sí  contestó el diablillo.  Aquí hay un tesoro de oro y plata como no te puedes imaginar. 
― Pues, ese tesoro está en mi tierra, es para mi  dijo el labrador.
― Será para ti si me prometes que durante dos años me darás la mitad de lo que se críe en tu campo. Tengo mucho dinero, pero ahora me apetecen los frutos de la tierra. 
 Bueno, como quieras; pero vamos a hacer un trato, para que luego no haya discusiones: tú te quedarás con lo que se críe sobre la tierra, y yo con lo que crezca debajo de ella.  

El diablo pensó que el labrador era bobo, y dijo que le parecía estupendo trato. Pero el labrador se reía para su capote, porque lo que había sembrado eran nabos.

Llegó la época de la cosecha, y el diablo apareció a recoger su parte; pero no encontró en aquel campo más que hojas amarillas y marchitas. Y el labrador, en cambio, se puso a cavar y sacó muchos nabos muy hermosos. 

― Bueno, esta vez me has ganado  Dijo el diablo  Pero en adelante no te vas a burlar de mí; me quedaré con lo que crezca debajo de la tierra, y tú con lo de encima. 
― Muy bien, de acuerdo  dijo el labrador.

Llegó la época de siembra y el labrador en lugar de sembrar otra vez nabos, sembró trigo. El trigo maduró, y el labrador fue a su campo y lo segó al ras del suelo; y cuando vino el diablo no encontró más que rastrojos y, de rabia que le dio, se tiró de cabeza por un precipicio.

― Así se engaña a las zorras  dijo el labrador, riéndose. Y se llevó el trigo y el tesoro del diablo. 

FIN


 




LOS DOCE HERMANOS

Cuento de los Hermanos Grimm con ilustraciones de Janusz Gravianski

 

HABÍA UNA VEZ, un rey y una reina que tenían doce hijos, los doce eran chicos, y el rey dijo un día a su mujer: 
― Si ahora nos nace una niña, tendrán que morir los doce chicos, para que la niña herede todo el reino.
Entonces mandó a hacer doce ataúdes, los llenó de serrín y puso una almohadita en cada uno, y dijo que escondieran los ataúdes en una habitación cerrada; dio la llave a la reina y le prohibió que contara a nadie lo que había en aquella habitación. 
Pero la reina estaba muy triste; la reina no hacía más que llorar y llorar. Y el más pequeño de sus hijos, que siempre estaba a su lado y se llamaba Benjamín, le preguntó:

― Madre, madre, ¿Por qué estás tan triste?
― ¡Ay, hijo, hijo! ¡No te lo puedo decir!

Pero el niño no la dejaba en paz; y tanto preguntó, que un día la reina le abrió la puerta del cuarto secreto y le enseñó los doce ataúdes llenos de serrín.

― ¡Ay, hijo, hijo! Tu padre ha mandado a hacer estos ataúdes para ti y para tus hermanos, porque si tengo ahora una niña, a vosotros os matarán y os enterrarán. 
― No llores, madre; no llores así. Mis hermanos y yo nos marcharemos y no podrán matarnos. 
― ¡Ay, sí, hijo mío! Vete al bosque con tus once hermanos, y que uno de vosotros esté siempre subido a un árbol vigilando la torre del castillo. Si nace un niño, haré poner en la torre una bandera blanca y podréis volver; pero si nace una niña, haré poner una bandera roja, y os marchareis corriendo. ¡Que Dios os ampare! Yo me levantaré todas las noches a rezar por vosotros: en invierno para que tengáis un fuego que os caliente; en verano para que tengáis una sombra que os cobije.

La reina bendijo a sus hijos, y los doce se fueron al bosque. Siempre se quedaba uno de ellos  en lo alto de un árbol, mirando hacia la torre del castillo. Pasaron once días, y le llegó el turno a Benjamín.
Y cuando estaba subido al árbol, vio que alguien ponía una bandera en la torre.

 
― ¡Ay, hermanos, hermanos! La bandera no es blanca. ¡Es roja como la sangre!
Los hermanos se pusieron a gritar:
― ¡Una niña! ¿Y porque haya nacido una niña tenemos que morir nosotros? ¡Nos vengaremos! Desde ahora, haremos correr sangre de todas niñas que encontremos.

Los hermanos se metieron bien dentro del bosque, donde más oscuro estaba; allí encontraron una casita pequeña, encantada y vacía.
 ― Nos quedaremos a vivir aquí. Tú, Benjamín, que eres el más pequeño, te quedarás cuidando de la casa; nosotros saldremos a buscar comida.
Benjamín se quedó en la casa, y sus once hermanos salieron al bosque a cazar; mataron liebres, corzos y palomas, y se los llevaron a Benjamín para que preparase las comidas. 

Así vivieron diez años, y les gustaba vivir en el bosque, y cazar. Y la niña que había tenido la reina fue creciendo, y era muy bonita, tenía buen corazón y había nacido con una estrella de oro en la frente. Un día estaban las criadas del castillo lavando la ropa, y la niña vio doce camisas de hombre. 
― Madre, ¡de quién son estas camisas? Son muy pequeñas para mi padre. 
― ¡Ay, hija, hija! ¡Son de tus doce hermanos!
― ¡Madre, qué dices! ¿Dónde están mis doce hermanos? Nadie me ha hablado nunca de ellos.
 ― Dios sabe dónde estarán... Por el mundo, por el mundo...

La reina llevó a su hija a un cuarto cerrado; abrió la puerta y le enseñó a la niña los doce ataúdes llenos de serrín y con sus doce almohaditas.
― Estos ataúdes eran para tus hermanos, pero se marcharon al bosque antes de nacer tú, porque los iban a matar para que sólo tú heredaras el reino. ¡Pobres hijos míos!.
― No llores, madre; yo iré a buscar a mis hermanos. 

La niña cogió las doce camisas y se marchó del castillo; entró en el bosque, caminó todo el día y por la noche llegó a la casita encantada. Entró, y vio un a niño que le preguntó:
― ¿De dónde vienes? ¿A dónde vas?
El niño estaba muy asombrado de ver a una niña tan hermosa, vestida como una princesa y con una estrella en la frente. 



― Soy la hija de un rey, y voy en busca de mis doce hermanos. Iré por toda la tierra hasta que los encuentre. 
Benjamín vio que era su hermana, y le dijo:
― Soy Benjamín, tu hermano más pequeño.
La niña se puso tan contenta que empezó a llorar; abrazó a su hermano con mucho cariño, y los dos empezaron a saltar de alegría. 
― ¡Ay, hermana, hermana! Tengo que decirte una cosa: cuando naciste, prometimos que mataríamos a todas las niñas que viéramos, porque por culpa de una niña tuvimos que abandonar nuestro reino. 
― Hermano, no me importa morir, si así puedo salvarlos.
― No, yo no quiero que mueras; escóndete debajo de este barreño, hasta que lleguen los otros once. Yo hablaré con ellos y todo se arreglará. 

La niña se escondió debajo del barreño; llegó la noche, los once hermanos mayores volvieron de cazar, y se sentaron a cenar.
― ¿Ha habido algo nuevo, Benjamín?
― ¿Pero es que no sabéis las noticias?
― No, ¿Qué noticias?
― ¡Todo el día fuera de casa, y no sabéis nada? Y yo, aquí metido, sé más que vosotros.
― ¡Dinos de una vez qué ha pasado!
― Os lo diré, si me prometéis no matar a la primera niña que encontremos. 
― Bueno, lo prometemos, pero habla de una vez.
Entonces dijo Benjamín:
― ¡Nuestra hermana está aquí!
Levantó el barreño, y todos vieron a la niña con vestidos de princesa y con la estrella en la frente, la niña más hermosa y más delicada del mundo. ¡Qué alegría!

Los hermanos la abrazaron y desde aquel momento la empezaron a querer muchísimo.

La niña se quedó en la casita con Benjamín; le ayudaba a arreglar la casa y a hacer la comida. Los hermanos mayores salían todos los días al bosque a cazar corsos, aves y otros animales para comer; la niña iba a buscar leña y setas, y siempre tenía la comida a tiempo. Todos estaban contentos y se querían mucho.

Un día estaban comiendo muy alegres, y la niña quiso hacer un regalo a sus hermanos; delante de la casita había un jardincillo, y habían crecido en él doce lirios muy hermosos. La niña los cortó para dar una flor a cada uno de sus hermanos. Pero en el momento en que los cortó, los doce hermanos se convirtieron en doce cuervos, echaron a volar y se fueron por encima de los árboles. Y, en aquel momento también, la casita desapareció.


La pobre niña se quedó sola en medio del bosque; se volvió, y vio a una vieja, que le dijo:
― ¿Qué has hecho, niña? ¿Po qué has cortado los lirios blancos? Eran tus hermanos, y ahora se han convertido en cuervos para siempre. 
― ¡Dios mío, qué horror! ¿No habrá algún modo de salvarlos?
― Solo hay algo que puede salvarlos; pero es algo tan difícil, que no lo vas a poder hacer; tienes que estar siete años callada, sin decir ni una palabra ni reírte. Si dices una palabra, tus hermanos morirán.  

La niña no volvió a hablar desde aquel momento, porque estaba empeñada en salvar a sus hermanos; se subió a un árbol muy alto, se puso a hilar y no abría la boca más que para comer. 

Pero había un rey que fue al bosque a cazar. El rey tenía un perro de caza, que se acercó al árbol donde estaba la princesita, y empezó a ladrar y ladrar. El rey se acercó a ver qué pasaba; y en esto vio en el árbol a la niña de la estrella en la frente. 
― ¡Qué preciosidad de niña! ¿Te quieres casar conmigo?
La niña no habló, pero dijo que sí con la cabeza; y el rey trepó al árbol, bajó a la niña y la llevó a su palacio.  Allí celebró la boda. 

Pasaron unos años; y la madre del rey, que era una mujer muy mala, empezó a decir a su hijo: 
― ¡Vaya una mujer que te has traído al palacio! Sabe Dios quién será. A lo mejor es una pobre, o está tramando algo malo, tan calladita. Si no puede hablar, al menos podría reírse alguna vez. Los que no se ríen nunca es que tienen algo malo en la conciencia. 

Al principio el rey no quería hacerle caso; pero su madre era tan mala y acusaba tanto a la pobre princesa, que el rey se convenció y mandó que la mataran. 

 
En el patio del palacio encendieron una hoguera muy grande para quemar a la princesita. El rey estaba asomado a una ventana y lloraba porque la quería mucho. Y cuando ya estaba atada al poste y las llamas prendían en sus vestidos, se cumplieron los siete años de silencio en aquel mismo momento. Y de pronto, se oyó un ruido de alas por el aire y aparecieron doce cuervos, y se posaron en el suelo; y, en cuanto tocaron el suelo, se desencantaron y se convirtieron otra vez en los doce hermanos de la princesa. 

Los hermanos saltaron a la hoguera, la apagaron, desataron a su hermana y la abrazaron con mucho cariño. Y la princesita, como ya podía hablar, le contó al rey por qué había estado callada todo aquel tiempo, y por qué no podía reírse. El rey se alegró muchísimo al comprenderlo todo, y desde entonces vivieron muy contentos. Y a la suegra, la llevaron los jueces a la cárcel, y luego la metieron en una tinaja de aceite hirviendo y de serpientes venenosas, y lo pasó muy mal y se murió. 
FIN   
 

sábado, 15 de marzo de 2025

YORINDA Y YORINGUEL

 

Cuento de los Hermanos Grimm con ilustraciones de Janusz Gravianski


HABÍA UN CASTILLO muy viejo en medio de un bosque grande y oscuro; y en el castillo vivía sola una bruja. De día, la bruja se convertía en gato o en lechuza; de noche, volvía a su forma de vieja. La bruja tenía el poder de atraer a los pájaros y a las fieras, y se los comía; y si alguien se acercaba al castillo, se quedaba encantado y sin poderse mover, hasta que la bruja le dejaba marcharse. Y si se acercaba alguna niña, la bruja la convertía en pájaro, la metía en una jaula de mimbre y llevaba la jaula a un cuartito del castillo. Tenía más de siete mil jaulas con niñas convertidas en pájaros.

Había también en aquel tiempo una niña llamada Yorinda: era más guapa que todas las niñas de su tierra, y quería mucho a un joven que se llamaba Yoringuel, que pensaba casarse con ella. Les gustaba estar juntos, y un día se fueron a pasear por el bosque. Yoringuel dijo a la niña:
― No te acerques nunca al castillo.

Era una tarde hermosa, el sol brillaba entre los árboles del bosque, y las hojas estaban doradas y verdes, y una tórtola cantaba en las ramas de un árbol viejo. De pronto, Yorinda empezó a sentirse triste, triste, sin saber por qué, y empezó a llorar. Y Yoringuel se puso a llorar también; se habían perdido, no sabían cómo volver y tenían miedo del bosque. El sol ya se estaba poniendo; Yoringuel miró a su alrededor y vio entre los arboles, allí, muy cerca de ellos, el muro del castillo. Yoringuel se asustó, y Yorinda empezó a cantar:
« »
«Pajarillo rojo,
canta en la rama
¡Cómo canta a la muerte
del que más ama!
¡Ay, amor!»

Yoringuel miró a Yorinda: la niña se había convertido en un ruiseñor, y ya no cantaba con palabras, sino con trinos y silbidos. Pasó una lechuza de ojos de fuego, voló tres veces sobre ellos y chilló:
«¡Chiú, chiú, chiú!» Yoringuel no podía moverse: estaba allí como una piedra, y no podía llorar, no podía gritar, no podía mover ni una mano ni un pie.

El sol ya se había puesto: la lechuza se escondió en unas matas, y de las matas salió una vieja flaca, jorobada y espantosa, con los ojos colorados y la nariz puntiaguda que casi tocaba con la barbilla; la vieja iba rezongando, se agachó, cogió al ruiseñor y se lo llevó en la mano.



Yoringuel vio como se llevaba la vieja al ruiseñor, y no podía hablar, no podía moverse. Luego, la vieja volvió y dijo con una voz horrible:
― ¡Hola, Zaquiel! Cuando brille la lunita en la cestita, desata, Zaquiel, y que te vaya bien. 
Yoringuel sintió entonces que podía moverse; se arrodilló delante de la vieja y le pidió que le devolviera a Yorinda; pero la bruja le dijo que no vería a la niña nunca más, y se marchó. Yoringuel gritó, lloró, llamó a la vieja, pero no le sirvió de nada. 

Yoringuel echó a andar y al fin llegó a un pueblecito que no había visto nunca; se quedó allí mucho tiempo, de pastor. Iba a veces con sus ovejas hacia el castillo, pero no se atrevía a acercarse demasiado.
Y una noche, soñó que encontraba una flor muy roja, que tenía entre las hojas una perla grande: él arrancaba la flor, iba hacia el castillo, y todo lo que tocaba con la flor, se desencantaba; soñó que con la flor desencantaba también a Yorinda. 

Cuando se despertó, empezó a buscar por los montes y valles la flor roja; y al noveno día la encontró; era roja como la sangre, y en el centro tenía una gota de rocío, grande como la perla más hermosa. Cortó la flor y la llevo día y noche, hasta que llegó al castillo.

Y cuando estuvo a cien pasos del castillo, no se quedó encantado, sino que pudo seguir; llegó a la puerta, la tocó con la flor, y la puerta se abrió. Yoringuel entró en el patio del castillo, se puso a escuchar y al fin escuchó a los pájaros encantados; fue a buscarlos, y se encontró con la bruja, que estaba dando de comer a los siete mil pájaros de las siete mil jaulas.



Cuando la bruja vió a Yoringuel, ¡Cómo se puso, qué gritos dio! Chillaba, insultaba a Yoringuel, le escupía veneno... pero Yoringuel tenía la flor en la mano, y la bruja no podía acercarse a él. Yoringuel miró todas aquellas jaulas: ¿Cuál de los pájaros sería Yorinda?
Y en esto vio que la bruja se llevaba con disimulo una de las jaulas hacia la puerta; Yoringuel dio un salto, tocó la jaula con la flor, y tocó también a la bruja. La bruja perdió en aquel momento su poder de hechizar; el pájaro de la jaula se convirtió en Yorinda; Yoringuel la abrazó, y luego fue desencantando a todos los otros pájaros, que se convirtieron en niñas y se marcharon con Yorinda y Yoringuel; y todos volvieron a sus casas muy felices. 

FIN   




LAS TRES HILANDERAS

 

Cuento de los Hermanos Grimm con ilustraciones de Janusz Gravianski


HABÍA UNA NIÑA muy perezosa, que no quería hilar. Su madre la regañaba, la castigaba, se desesperaba con ella; nada, no había manera de que la niña hilara. La madre acabó por perder la paciencia, y dio a su hija una buena paliza; y la niña se puso a llorar como si la mataran. 

En aquel momento pasaba la reina por allí; oyó los gritos de la niña, hizo parar la carroza, entró en la casa y preguntó a la madre por qué estaba pegando a su hija, que los gritos se oían por todas partes. A la madre le dio vergüenza tener que decir que su hija era tan perezosa, y dijo a la reina:

― Es que no puedo conseguir que deje de hilar; se pasa el día hilando, hilando, hilando, como una loca. Y yo soy pobre y no puedo comprar tanto lino. 

La reina dijo:

― Pues a mi lo que más me gusta en el mundo es oír hilar; no me canso nunca de oír el torno de las hilanderas. Deja que me lleve a tu hija a mi palacio, y allí podrá hilar todo lo que quiera, porque tengo mucho lino.

La madre se alegró de que la reina se llevase a la niña. Cuando llegaron a palacio, la reina enseñó a la niña tres habitaciones que estaban llenas de lino hasta el techo, y le dijo:

― Ahora ponte a hilar, y cuando termines con todo este lino te casaré con mi hijo mayor. No me importa que seas pobre, porque una niña trabajadora vale más que las ricas.

La niña se asustó, porque no podía hilar todo aquel lino ni en trescientos años; y cuando se quedó sola se echó a llorar y estuvo llorando tres días enteros, sin  mover un dedo. Al tercer día la reina fue a verla, y se extrañó al encontrar todo el lino sin hilar; y entonces la niña dijo que no había podido hacer nada porque estaba muy triste sin su madre. La reina se lo creyó, pero dijo: 

― Bueno, mañana empezarás a trabajar. 

La niña se quedó otra vez sola; estaba asustada y se asomó a la ventana; y entonces vio a tres mujeres que se acercaban al palacio; la primera tenía un pie muy ancho, la segunda tenía el labio de abajo tan grande, que le colgaba por encima de la barbilla; y la tercera tenía el dedo gordo grandísimo. 



Las mujeres se quedaron debajo de la ventana y dijeron a la niña:

― ¿Qué te pasa, que estás tan triste?
― Tengo que hilar muchísimo lino, y no sé. Si lo hilara, me casaría con el príncipe.
― Nosotras hilaremos el lino si nos invitas luego a la boda; pero no tienes que avergonzarte de nosotras y nos llamarás primas.
― ¡Ay, sí, sí! os lo prometo. Entrad, y empezad enseguida a hilar.

Las mujeres entraron, y la niña les hizo sitio en la primera habitación; enseguida se pusieron a hilar, la primera tiraba de la hebra y daba vueltas al torno con el pie; la segunda mojaba el hilo con el labio, y la tercera lo torcía con el dedo gordo contra la mesa, y el lino iba cayendo en madejas finas sobre el suelo. Cuando entraba la reina, la niña escondía a las hilanderas y enseñaba a la reina las madejas de hilo; y la reina decía: 
― ¡Qué niña más trabajadora! ¡No he visto nunca una cosa igual!
Se termino el lino de la primera habitación, y las mujeres hilaron el de la segunda, y luego el de la tercera; y al terminar se despidieron de la niña y le dijeron:
― No olvides lo que nos has prometido; si lo cumples, serás muy feliz. 

La niña enseñó a la reina los cuartos vacíos y todas las madejas de hilo; y enseguida empezaron a preparar la boda. El novio estaba muy contento de casarse con una chica tan trabajadora, y se lo decía a todo el mundo. La niña le dijo un día. 
 Tengo tres primas que se han portado siempre muy bien conmigo; me gustaría mucho que vinieran a mi boda y se sentaran a la mesa con nosotros. 
  No faltaba más; las invitaremos - dijeron la reina y su hijo.

Llegó el día de la boda, las tres mujeres se presentaron muy bien vestidas; la novia las recibió muy amablemente, pero el príncipe dijo:
  ¡Huy, qué primas más feas tienes!
Se acercó a la mujer del pie grande y le preguntó: 
― ¿Por qué tienes ese pie tan enorme?
― De tanto hilar, de tanto hilar... de dar vueltas al torno... 
El príncipe se acercó a la segunda y le dijo:
― ¿Por qué tienes ese labio tan caído? 
― De tanto hilar, de tanto hilar... de mojar y mojar las hebras... 
Se acercó a la tercera y le preguntó:
― ¿Qué te pasa en el dedo, que lo tienes tan ancho?
 De tanto hilar, de tanto hilar... de torcer y torcer el hilo...
El príncipe se asustó y dijo a la reina:
― ¡No quiero que mi linda esposa vuelva a tocar una rueca!
Y así se liberó la niña de aquel fastidio de hilar.


FIN