Cuento de los Hermanos Grimm con ilustraciones de Janusz Gravianski
HABÍA UNA VEZ, un rey y una reina que tenían doce hijos, los doce eran chicos, y el rey dijo un día a su mujer:
― Si ahora nos nace una niña, tendrán que morir los doce chicos, para que la niña herede todo el reino.
Entonces mandó a hacer doce ataúdes, los llenó de serrín y puso una almohadita en cada uno, y dijo que escondieran los ataúdes en una habitación cerrada; dio la llave a la reina y le prohibió que contara a nadie lo que había en aquella habitación.
Pero la reina estaba muy triste; la reina no hacía más que llorar y llorar. Y el más pequeño de sus hijos, que siempre estaba a su lado y se llamaba Benjamín, le preguntó:
― Madre, madre, ¿Por qué estás tan triste?
― ¡Ay, hijo, hijo! ¡No te lo puedo decir!
Pero el niño no la dejaba en paz; y tanto preguntó, que un día la reina le abrió la puerta del cuarto secreto y le enseñó los doce ataúdes llenos de serrín.
― ¡Ay, hijo, hijo! Tu padre ha mandado a hacer estos ataúdes para ti y para tus hermanos, porque si tengo ahora una niña, a vosotros os matarán y os enterrarán.
― No llores, madre; no llores así. Mis hermanos y yo nos marcharemos y no podrán matarnos.
― ¡Ay, sí, hijo mío! Vete al bosque con tus once hermanos, y que uno de vosotros esté siempre subido a un árbol vigilando la torre del castillo. Si nace un niño, haré poner en la torre una bandera blanca y podréis volver; pero si nace una niña, haré poner una bandera roja, y os marchareis corriendo. ¡Que Dios os ampare! Yo me levantaré todas las noches a rezar por vosotros: en invierno para que tengáis un fuego que os caliente; en verano para que tengáis una sombra que os cobije.
La reina bendijo a sus hijos, y los doce se fueron al bosque. Siempre se quedaba uno de ellos en lo alto de un árbol, mirando hacia la torre del castillo. Pasaron once días, y le llegó el turno a Benjamín.
Y cuando estaba subido al árbol, vio que alguien ponía una bandera en la torre.
― ¡Ay, hermanos, hermanos! La bandera no es blanca. ¡Es roja como la sangre!
Los hermanos se pusieron a gritar:
― ¡Una niña! ¿Y porque haya nacido una niña tenemos que morir nosotros? ¡Nos vengaremos! Desde ahora, haremos correr sangre de todas niñas que encontremos.
Los hermanos se metieron bien dentro del bosque, donde más oscuro estaba; allí encontraron una casita pequeña, encantada y vacía.
― Nos quedaremos a vivir aquí. Tú, Benjamín, que eres el más pequeño, te quedarás cuidando de la casa; nosotros saldremos a buscar comida.
Benjamín se quedó en la casa, y sus once hermanos salieron al bosque a cazar; mataron liebres, corzos y palomas, y se los llevaron a Benjamín para que preparase las comidas.
Así vivieron diez años, y les gustaba vivir en el bosque, y cazar. Y la niña que había tenido la reina fue creciendo, y era muy bonita, tenía buen corazón y había nacido con una estrella de oro en la frente. Un día estaban las criadas del castillo lavando la ropa, y la niña vio doce camisas de hombre.
― Madre, ¡de quién son estas camisas? Son muy pequeñas para mi padre.
― ¡Ay, hija, hija! ¡Son de tus doce hermanos!
― ¡Madre, qué dices! ¿Dónde están mis doce hermanos? Nadie me ha hablado nunca de ellos.
― Dios sabe dónde estarán... Por el mundo, por el mundo...
La reina llevó a su hija a un cuarto cerrado; abrió la puerta y le enseñó a la niña los doce ataúdes llenos de serrín y con sus doce almohaditas.
― Estos ataúdes eran para tus hermanos, pero se marcharon al bosque antes de nacer tú, porque los iban a matar para que sólo tú heredaras el reino. ¡Pobres hijos míos!.
― No llores, madre; yo iré a buscar a mis hermanos.
La niña cogió las doce camisas y se marchó del castillo; entró en el bosque, caminó todo el día y por la noche llegó a la casita encantada. Entró, y vio un a niño que le preguntó:
― ¿De dónde vienes? ¿A dónde vas?
El niño estaba muy asombrado de ver a una niña tan hermosa, vestida como una princesa y con una estrella en la frente.
― Soy la hija de un rey, y voy en busca de mis doce hermanos. Iré por toda la tierra hasta que los encuentre.
Benjamín vio que era su hermana, y le dijo:
― Soy Benjamín, tu hermano más pequeño.
La niña se puso tan contenta que empezó a llorar; abrazó a su hermano con mucho cariño, y los dos empezaron a saltar de alegría.
― ¡Ay, hermana, hermana! Tengo que decirte una cosa: cuando naciste, prometimos que mataríamos a todas las niñas que viéramos, porque por culpa de una niña tuvimos que abandonar nuestro reino.
― Hermano, no me importa morir, si así puedo salvarlos.
― No, yo no quiero que mueras; escóndete debajo de este barreño, hasta que lleguen los otros once. Yo hablaré con ellos y todo se arreglará.
La niña se escondió debajo del barreño; llegó la noche, los once hermanos mayores volvieron de cazar, y se sentaron a cenar.
― ¿Ha habido algo nuevo, Benjamín?
― ¿Pero es que no sabéis las noticias?
― No, ¿Qué noticias?
― ¡Todo el día fuera de casa, y no sabéis nada? Y yo, aquí metido, sé más que vosotros.
― ¡Dinos de una vez qué ha pasado!
― Os lo diré, si me prometéis no matar a la primera niña que encontremos.
― Bueno, lo prometemos, pero habla de una vez.
Entonces dijo Benjamín:
― ¡Nuestra hermana está aquí!
Levantó el barreño, y todos vieron a la niña con vestidos de princesa y con la estrella en la frente, la niña más hermosa y más delicada del mundo. ¡Qué alegría!
Los hermanos la abrazaron y desde aquel momento la empezaron a querer muchísimo.
La niña se quedó en la casita con Benjamín; le ayudaba a arreglar la casa y a hacer la comida. Los hermanos mayores salían todos los días al bosque a cazar corsos, aves y otros animales para comer; la niña iba a buscar leña y setas, y siempre tenía la comida a tiempo. Todos estaban contentos y se querían mucho.
Un día estaban comiendo muy alegres, y la niña quiso hacer un regalo a sus hermanos; delante de la casita había un jardincillo, y habían crecido en él doce lirios muy hermosos. La niña los cortó para dar una flor a cada uno de sus hermanos. Pero en el momento en que los cortó, los doce hermanos se convirtieron en doce cuervos, echaron a volar y se fueron por encima de los árboles. Y, en aquel momento también, la casita desapareció.
La pobre niña se quedó sola en medio del bosque; se volvió, y vio a una vieja, que le dijo:
― ¿Qué has hecho, niña? ¿Po qué has cortado los lirios blancos? Eran tus hermanos, y ahora se han convertido en cuervos para siempre.
― ¡Dios mío, qué horror! ¿No habrá algún modo de salvarlos?
― Solo hay algo que puede salvarlos; pero es algo tan difícil, que no lo vas a poder hacer; tienes que estar siete años callada, sin decir ni una palabra ni reírte. Si dices una palabra, tus hermanos morirán.
La niña no volvió a hablar desde aquel momento, porque estaba empeñada en salvar a sus hermanos; se subió a un árbol muy alto, se puso a hilar y no abría la boca más que para comer.
Pero había un rey que fue al bosque a cazar. El rey tenía un perro de caza, que se acercó al árbol donde estaba la princesita, y empezó a ladrar y ladrar. El rey se acercó a ver qué pasaba; y en esto vio en el árbol a la niña de la estrella en la frente.
― ¡Qué preciosidad de niña! ¿Te quieres casar conmigo?
La niña no habló, pero dijo que sí con la cabeza; y el rey trepó al árbol, bajó a la niña y la llevó a su palacio. Allí celebró la boda.
Pasaron unos años; y la madre del rey, que era una mujer muy mala, empezó a decir a su hijo:
― ¡Vaya una mujer que te has traído al palacio! Sabe Dios quién será. A lo mejor es una pobre, o está tramando algo malo, tan calladita. Si no puede hablar, al menos podría reírse alguna vez. Los que no se ríen nunca es que tienen algo malo en la conciencia.
Al principio el rey no quería hacerle caso; pero su madre era tan mala y acusaba tanto a la pobre princesa, que el rey se convenció y mandó que la mataran.
En el patio del palacio encendieron una hoguera muy grande para quemar a la princesita. El rey estaba asomado a una ventana y lloraba porque la quería mucho. Y cuando ya estaba atada al poste y las llamas prendían en sus vestidos, se cumplieron los siete años de silencio en aquel mismo momento. Y de pronto, se oyó un ruido de alas por el aire y aparecieron doce cuervos, y se posaron en el suelo; y, en cuanto tocaron el suelo, se desencantaron y se convirtieron otra vez en los doce hermanos de la princesa.
Los hermanos saltaron a la hoguera, la apagaron, desataron a su hermana y la abrazaron con mucho cariño. Y la princesita, como ya podía hablar, le contó al rey por qué había estado callada todo aquel tiempo, y por qué no podía reírse. El rey se alegró muchísimo al comprenderlo todo, y desde entonces vivieron muy contentos. Y a la suegra, la llevaron los jueces a la cárcel, y luego la metieron en una tinaja de aceite hirviendo y de serpientes venenosas, y lo pasó muy mal y se murió.
FIN